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Fulgores de un instante en la vida. (23 junio 2015).


A veces nos basta un instante, para que la rutina que hemos llevado por años nos cambie por completo, en una vuelta de 360 grados, despertar y sentir que ha valido la pena, fugarse en un viaje sin retorno hasta que la tormenta haya pasado, recorrer lugares inexplorados, conocer a quién sienta que su destino en ese momento debe estar junto a nosotros, la vida es breve y hay que vivir la intensidad de las circunstancias.

En toda una vida podemos no ser felices, sin embargo, basta ese fulgor de amanecer que nos vislumbre una sola vez y aquello que parecía no cambiar  ni tener rumbo alguno, decida dar ese giro inesperado y mueva el motor, ese engranaje interno que nos motive al cambio y nos saque de la soledad en la que estamos inmersos. Para algunos aquello es amor, para otros, simplemente locura, pero para los soñadores empedernidos, es un sueño que se desea vivir, con más intensidad que la vida misma.

Si fuese posible modificar el pasado, penetrar en los insondables abismos de la memoria, quizás nuestras elecciones de vida serían distintas, sin embargo, para un escritor es irremisiblemente incontrolable contener la memoria, ese pasado a veces remoto, a veces cercano, del cual no se puede rehuir, pues nos acecha como un viento huracanado. La vida es como un eterno resplandor, un sueño dirigido, del cual no sabemos si estamos despiertos o dormidos, si la hemos encauzado para bien o para mal, si llevamos nuestra vida más allá de nuestros propios límites, hasta donde deseemos llegar, es locura que linda con la vida, es sueño que circunda lo desconocido para hacerse uno con el amor propio de aquellas almas que se ensimisman ocultando sus miedos en el egolatrismo del amor propio.

Una mirada lo dice todo, el pasado, el presente y el futuro, lo sentido, lo que se siente y lo que se podría llegar a sentir con la intensidad de las circunstancias, momentos, tan sólo palabras, tiempo que se desvanece como el ocaso en el atardecer, como el alba en lontananza. Una mirada refleja amor y odio, sensatez y sentimientos, agonía en inmensidad de un pensamiento.

En los últimos cinco o seis años de mi vida, he vivido con mayor intensidad, esos momentos de viajes, de idas y vueltas, de acostarse en el pasto con amigos, de sentarse en el suelo a conversar de la vida, de comer y caminar por lugares que no habías visitado, enamorarte. Desengañarte. Estar en la frontera, iluminarte en el camino, reencontrarte y re encantarte con cada mirada, con cada lugar en el que estás, con sus silencios, con lo dicho y hecho, con ese estar y no estar.

A veces siento que no comprendo la vida y en otras circunstancias, que sólo me aproximo levemente a ese sopor que te embriaga, a esos momentos de estar contigo mismo y saber que el amor, parte por casa. Que la soledad, el refugio en el que buscas permanecer, se va junto a todo aquello en lo que creías. A veces pienso en lo mucho que he escrito para desahogarme, para llenar ese vacío existencial de mis pensamientos, para dejar la noche fluir y el día escapar, hundirme en mis propios momentos y comprender cada abismo de mi memoria, recorrer las mismas calles por las que he transitado cientos de veces, repetir y degustar las palabras como un plato único y exquisito, ser y no ser, olvidarme del dolor, del daño, de la envidia de otros y sentir que la escritura es desprendimiento y así como se crea, se destruye y como se es, se evapora y difumina. A veces cuesta encontrar esos instantes para detenerse en la vida, parar y reflexionar, sin embargo, existen y se crean con cada respiro que nuestro organismo ejecuta, con cada palabra que pronunciamos e incluso con aquello que no decimos y nos guardamos por la eternidad.

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