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Representación de las clases populares en El matadero y en Martín Fierro. Elaboración simbólica de gauchos, negros e indios en ambos relatos, a través del contexto histórico, político y literario de producción.



           
  En primer lugar, comenzaré refiriendo la estética literaria a la cual pertenecen ambos textos, los que se enmarcan en el romanticismo, determinado por ciertos rasgos de éste, como iremos viendo y cuáles son los lineamientos fundamentales que los van adscribiendo a él. Cabe mencionar, sobretodo, la época en la que se desarrolla este movimiento, la que abarca tres generaciones, desde 1845 a 1889, siendo considerada dentro de este contexto, la literatura como expresión de la sociedad. Entre otras influencias, hay una relación directa con los movimientos epocales europeos, con claras interrelaciones ilustradas, sin embargo, Hispanoamérica, se irá distanciando cada vez más de aquellos movimientos, pues la realidad vivida hasta cierto punto se encontraba cada vez más distante de aquella. A su vez la literatura de este período, no sólo es vista desde la estética de lo verosímil y la inventatio, sino que cubrirá un corpus que se remite a la escritura en general, vale decir, todo registro escrito, podrá ser considerado como literario, salvo escasas excepciones. ¿Pero cuál es la concepción que se tenía sobre la literatura en aquel período? Cedomil Goic, aclara algunas de aquellas interrogantes al respecto: “Como expresión de la sociedad, la literatura es vista como un fenómeno social entre fenómenos sociales, como una institución entre otras, sometidas a un consensus, a una determinación armónica que las alcanza a todas en su interdependencia, y que es fundamentalmente un determinante político. […] En este particular sentido de la expresión social la literatura es concebida utilitariamente.”[1] Por consiguiente, esta literatura será de marcada línea política y consciencia de ésta, una suerte de edificación y moralidad que conlleva a la noción del “buen ciudadano”, cuyo afán es eminentemente progresivista.

            A continuación mentaré algunos rasgos característicos de este género, que sin duda alguna aparecen en los dos textos que se analizarán en el presente ensayo y entre ellos, aparecen los siguientes contrastes: “[…] lo sublime y lo grotesco, lo angélico y lo demoníaco, la civilización y la barbarie, que ordenan la configuración del mundo y extienden sus oposiciones a la selección de los motivos, a los caracteres y aun a los escenarios. Constituyen los momentos constructivos de un encuentro en el cual la sensibilidad romántica cifra su preferencia estética específica. Pintoresquismo, color local, realismo descriptivo, americanismo de los contenidos imprimen también sus rasgos al estilo y al lenguaje del período.”[2] Al mismo tiempo, es sabido que el detonador común que permite el surgimiento de este género, es precisamente la Independencia, los conflictos políticos-sociales, la transición social y el querer mejorar la sociedad hasta el punto de idealizarla, por tanto, situaré algunos de estos acontecimientos, que nos aclararán el panorama histórico-literario de las obras: “El signo distintamente hispanoamericano de la novela romántica lo constituye su progresivismo. Éste tomaba su asidero en los acontecimientos históricos sociales gravitantes en la actualidad que pudieran mantener o expresar las aspiraciones regeneracionistas de la Independencia. Este progresivismo es excluyente. El fervor del mito político pudo debilitarse después de haber sido una vez reanimado, pero es reconocible hasta en los momentos en que, indudablemente atenuado, da paso a cierto esteticismo y conservadurismo de la visión política y social.”[3]

            Desde otra perspectiva, es preciso considerar que el romanticismo no se desarrollará de manera unánime, sino que más bien, éste se desglosará en tres períodos y cada uno con sus visiones particulares, los que mantienen, no obstante, un hilo conductor común, así a grosso modo, la primera de estas generaciones será la más prolífica, exaltando más allá que las otras, el sentimiento de libertad, intrínseco al romanticismo: “El costumbrismo de la Generación del 37 está animada literaria y vitalmente por un fuerte ánimo regeneracionista.”[4] Por otro lado, aparecerá el Romanticismo social de la Generación del 52: “renovó fuertemente el sentimiento mítico y dio expresión a algunos aspectos salientes del Romanticismo que no alcanzaron manifestaciones significativas en Hispanoamérica.”[5] Finalmente en la Generación del 67, no nos encontraremos con un romanticismo propiamente tal, sino que más bien se irá perfilando un realismo: “[…] el impulso regeneracionista y el espíritu mítico político aparece totalmente mitigado, extinguido y, más aún, combatido por una nueva representación de la realidad que sin eludir la visión progresivista comunica cierto esteticismo y conservadurismo a la representación. Se trata de un fenómeno larvado en las generaciones iniciales del romanticismo que en esta tercera generación se hace visible y domina la representación de la realidad.”[6]

            ¿Cuál es la manifestación del realismo y cómo se encuadra en la estética romántica? “El realismo representa por primera vez el enfrentamiento de hombre y sociedad como manera de configurar las limitaciones de la sociedad y las posibilidades del individuo. Y, a pesar de la gravitante visión liberal de la política y del hombre, muestra al individuo como condicionado y enajenado por las limitaciones sociales. La ambición, el dinero, la posición social, el culto de las apariencias muestran un origen social y caracterizador de clases dominantes cuyo prestigio despierta una emulación malsana o grotesca.”[7]

            A continuación, contextualizaré el cuento “El matadero” de Esteban Echeverría, para comprender holísticamente y basado en su contexto, las problemáticas que nos plantea. En primer lugar, hay que destacar que se posiciona en la primera generación romántica hispanoamericana, específicamente en Argentina, cuya realidad, sin lugar a dudas lo determinará. “La generación de 1837 está constituida por los nacidos de 1800 a 1814. Su juvenil y ardorosa generación histórica se desarrolló entre 1830 y 1844 e impuso su vigencia de 1845 hasta 1859. Es una generación de ruptura, de actividad fuertemente polémica, que modifica con vehemencia las formas de la literatura decididamente apoyada en las innovaciones del combativo Romanticismo europeo.”[8] Uno de los géneros, por lo demás, más cultivados en este período, fue claramente el artículo de costumbres, cuyos vínculos están directamente estrechos con el desarrollo del periodismo y que devenía de la vertiente desde ya cultivada por Larra (1809-1837). Justamente será Esteban Echeverría, uno de los primeros en emplear este género, como señala Goic: “fue de los primeros en utilizar esta forma haciendo de lo que en un principio no parecía ser sino el proyecto de un cuadro de ambiente, una narración –un cuento- de estructura paralelística, de alegórica significación espacial a la que lleva el color local, el phatos y la interpretación de la realidad, propios del Romanticismo. Se trata de El Matadero (1838).”[9]

            En la descripción sobre El Matadero, que nos hace Goic, se prefiguran todos estos detalles propios del primer romanticismo, cuya estructura abarca desde lo grotesco y el pathos, hasta lo paupérrimo y de descripción sórdida: “El artículo de costumbres que describe un ambiente, despliega de ordinario un pequeño acontecimiento que sirve para animar el cuadro, conferirle unidad formal y concitar la unidad de atención en su breve desarrollo. El Matadero tiene todo esto, pero por duplicado. Por una parte, se anima con exceso si lo comparamos con el artículo de ambiente ordinario y se convierte en un primer cuento, grotesco, de gran viveza de movimiento, dirigido a un clímax definido con el motivo de la fuga y la caza de un toro. La animación de la escena se consigue además con el pormenor nauseabundo y miserable del lugar en el que se quiere representar la situación política del país –el matadero-; y con el pathos que desata la cacería del toro que al ser enlazado y tesarse la cuerda violentamente, cercena la cabeza de un niño. La caza del toro y su sacrificio, encontrarán un desarrollo paralelo en la aprehensión de un joven unitario y en su muerte que se desarrollan en la segunda parte o escena del relato. […]”.[10]

            En líneas generales al analizar los tipos humanos –como en toda novela y/o artículo de costumbres- que se van prefabricando en las narraciones de este período, se vislumbran algunos como los consiguientes: “En cuanto a los caracteres se refiere, éstos aparecen siempre como una emanación del medio adquiriendo valor representativo –típico- de acuerdo a los sectores humanos o sociales de donde se desprenden. Escasamente en el momento tardío del período romántico, se verán personajes que rompan este fuerte determinismo y se eleven sobre las condiciones del medio que les ha dado origen. […] Atendiendo al color local, una vasta galería de tipos pintorescos aparece en las novelas de costumbres: rebeldes y reformadores de apostura byroniana; doncellas perseguidas y ultrajadas: mujeres fatales y hombres fatales; caciques políticos, gamonales, dictadores, inquisidores perversos; monstruos de fealdad física y malignidad moral; ángeles de bondad y belleza; padres tiránicos y viejos ridículos; jóvenes generosos e idealistas; un coro de figuras populares; campesinos, negros, mulatos.”[11]

            Siguiendo con lo anterior, hay una descriptio acerca del mata-hambre, tipo que se aproxima sobremanera al costumbrismo y que se corresponde con las clases más bajas: “No es por cierto el matambre ni asesino ni ladrón; lejos de eso, jamás que yo sepa, a nadie ha hecho el más mínimo daño; su nombradía es grande, pero no tan ruidosa como la de aquellos que haciendo gemir la humanidad se extienden con el estrépito de las armas, o se propaga por medio de la prensa o de las mil bocas de la opinión.”[12] Desde otro ángulo, dentro de las descripciones de escenas que nos irán saliendo al paso, se refleja el comportamiento de la gente ante la inminente hambre que los invade, situación en demasía caótica: “Véase, por ejemplo, cómo se desata el tumulto de la muchedumbre hambrienta que busca tripas y pedazos de víscera: Multitud de negras rebuscotas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible.”[13] Es interesante también resaltar esos paralelismos que se producen a través de los personajes, donde encarnan simultáneamente lo humano, lo animal y lo inanimado.

            De este modo, no podemos soslayar y establecer las relaciones que posee el cuento a nivel literario con la política de la época: “Ese procedimiento narrativo que se apoya en asociaciones y datos implícitos se demuestra abiertamente cuando el relator nos avisa que el ambiente del matadero intenta ser, en efecto, una microvisión de la despótica Argentina de Rosas: Simulacro pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales.”[14]

            La próxima obra que analizaré, será el Gaucho Martín Fierro de José Hernández, de igual modo perteneciente al Romanticismo argentino y que caracterizará a esta figura popular que es el gaucho, con sus modismos en el lenguaje, su carácter folklórico y especial colorido. Sin embargo, esta obra no es tan simple y llana como puede imaginarse, incluso posicionarla en un género literario determinado, es ya confuso, lo que nos lleva, por ejemplo a lo que señalan algunos críticos: “Se ha dicho que se trata de una epopeya, de un largo poema lírico y, últimamente, de una novela. Desde otras perspectivas, podríamos considerar a Martín Fierro como drama y como parábola. Todas estas interpretaciones y otras muchas tienen algo de verdad, pero, y en esto quisiera insistir, ninguna descripción genérica hasta ahora avanzada comienza a agotar la totalidad de la obra ni, a fin de cuentas, es completamente fiel a la realidad descrita.”[15] No obstante, pese a esta mezcla y superposición genérica, se ha llegado a conclusiones relativamente más acertadas y que tienden a definir de mejor modo cuál es el género al que pertenece Martín Fierro y lo pronunció Antonio Pagés Larraya: “Martín Fierro es una experiencia humana hecha canto, alegato y alegoría del hombre olvidado, mensaje cifrado al porvenir.”[16] Pero ante todo, lo fundamental es lo que podemos desprender de aquella imagen que se nos muestra del personaje, perteneciente sin duda alguna a la tradición oral, popular y al unísono, payador anónimo.

            Pero lo que adquiere mayor trascendencia aún y funciona casi a modo de sublimación, es el simbolismo del personaje del Gaucho: “No es una novela. En verso, en su totalidad cantada o hablada, está escrita desde una postura genérica, un narrador-cantor que representa por un lado al gaucho –los gauchos- y por otro a la fusión del poeta y el gaucho con la humanidad; es así tanto un “yo-Gaucho” y un “Yo-hombre” como una figura individual. Tal narrador y el sentido de la obra tienen algo de colectivo que va más allá de la tercera persona y el sentido individual de las grandes novelas.”[17] No obstante, no sólo el personaje del gaucho es simbólico, sino que en sí lo es también su autor y obra: “El yo del poema es una cantidad fluida y cambiante, capaz de individualizarse, colectivizarse, o de evocar de la misma fuente genérica gaucha otra voz y otro cantor.”[18] Otro aspecto distinguible dentro de aquel simbolismo, es la voz del cantor y las evocaciones a la que nos remite, donde aquel símbolo en tanto representante de la esencialidad del canto, es justamente ésta: “Nos evocan la presencia de una voz, de un yo y de la intención y acto que son su cantar. No se nos ocurre interrogarle al cantor dónde o por qué se ha puesto ante nosotros. Su canto no nos parece nada artificioso o extraño en él […] La voz del yo y su fondo de sentimiento – base de ese todo que sentimos en forma larval desde la primera estrofa- llamarán, formando en nosotros fondo –escenario-ambiente, personajes, historias, ethos y símbolo… todo un mundo gaucho, pero siempre empezamos y terminamos con la misma voz sencilla y misteriosa.”[19]

            El continuum simbólico se sigue proyectando en la obra, pero esta vez a través de la técnica empleada por Hernández y las evocaciones que nos sugiere su extenso poema: “El proceso de evocación autónoma liberado en el poema, cuyo símbolo es el canto, lo abarca todo: palabra evoca palabra; sentimiento, sentimiento; sonido, sonido; metáfora, metáfora; símbolo, símbolo. Lo mismo puede decirse de versos, estrofas, personajes, temas, historias, acciones e incluso cuadros pictóricos. Todo el poema es un irse desde dentro hacia fuera, un dejarse llevar que va cobrando realidad y objetividad al hacerse, creando así niveles y realidades no del todo sospechados pero latentes desde el principio.”[20] Incluso es más, esto nos conlleva de igual manera, a una concepción del arte y el lenguaje en general, en tanto símbolos: “El hombre ya no puede enfrentarse con la realidad de un modo directo: no puede verla… cara a cara. La  realidad física parece retroceder en proporción como avanza la actividad simbólica del hombre. En vez de tratar las cosas mismas, en un sentido, el hombre está conversando constantemente consigo mismo. Hasta tal punto se ha envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos o ritos religiosos que no puede ver ni saber nada excepto por la imposición de estos medios artificiales. Lo maravilloso del arte verbal de Hernández es precisamente el que crea la ilusión de estar prescindiendo del medio que emplea.”[21]

            Finalmente, en relación al simbolismo recreado, quiero dar cuenta de la trascendencia que éste alcanza, sobretodo cuando involucramos diversos elementos, pertenecientes y que se ciñen al ambiente y atmósfera que nos va forjando el Gaucho con su cantar, además de las particularidades que tendrá conforme su auditorio: “El cantor comienza en la soledad más absoluta, cantando para sí mismo en la primera estrofa. Invoca la ayuda de los santos del cielo, de su Dios, de todos. Luego, después de unas referencias desdeñosas al modo de cantar de otros que [se cansaron en partidas], se afirma dramática y líricamente como cantor, como persona y como gaucho, en orden descendente. Poco a poco, se va dirigiendo al público evocado por y en su canto, fuera y dentro del poema, hasta que en las dos últimas estrofas, nos habla directamente.”[22]

            Sin embargo, no sólo el contexto y la imagen del gaucho en tanto personaje real y ficticio a su vez -en tanto hecho novelado-, son simbólicos, sino también lo que aquél efectúa, como lo es, por ejemplo, su canto, el que eminentemente tendrá un origen y connotación simbólica, así lo expresan los críticos: “La máxima creación de Hernández, como símbolo y como mito, no es su gaucho, por valioso que sea éste, sino su atributo –su canto y su voz de cantor. En el poema, gaucho-cantor y canto son inseparables, pero el canto no es tan sólo el máximo atributo del gaucho como hombre, sino lo que hay de menos prefigurado y más vital en él. Es aquí donde encuentra su máxima si no su única libertad. El canto libera una sensibilidad a la vez moderna y antigua –sensibilidad que parece ser de todos los tiempos. […] En este acto suyo de creación de un canto autónomo, simbólico, Hernández no es precisamente un romántico, y ciertamente no en el sentido limitado del romanticismo académico de un Rousseau o de un Chateaubriand, admiradores de la naturaleza ideal y estática o de lo exótico. Más que romántico, Hernández es primitivista, creador de life-symbols. El proceso vital de superación simbólica del escritor occidental moderno por la vía del primitivismo, desde el romanticismo hasta hoy.”[23] Todo lo anterior queda sintetizado y consignado en el siguiente párrafo, con marcados tintes esclarecedores: “Dicho de otro modo, Hernández aprovechó lo que había de más dinámico y permanente en el romanticismo: el volver a las raíces de cada uno y la revitalización del simbolismo. Más que restaurar el simbolismo de la existencia humana, Hernández lo descubrió para sí mismo, cantando.”[24]

            En lo que respecta a la imagen simbólica de los indios –tipo humano presente en Martín Fierro- éstos no adquieren en sí una relevancia fundamental, sin embargo, no pueden ser pasados por alto, pues le otorgan rasgos originarios y naturales a la trama del relato: “Se ha señalado repetidamente cómo los pobladores autóctonos de la República Argentina no fueron magnificados en la literatura, a diferencia de lo ocurrido en otras zonas de Hispanoamérica […] Particularmente los de las regiones pampeanas, pertenecientes a algunos de los grupos más primitivos de las civilizaciones prehispánicas, fueron desde la conquista enemigos irreconciliables del blanco. Con la Independencia, el país heredó la antigua pugna y, aunque no faltaron acuerdos y treguas, los indios, asimilados muy exiguamente, constituyeron un peligro continuo con sus incursiones o malones que llegaban a veces hasta las proximidades de Buenos Aires.”[25] En general, se hablará de los indios, para referir en innúmeros casos sus aberraciones y con ello, dar una visión errada de su cosmovisión, desde una marcada postura ideológico-racial vista desde el blanco. No obstante, Hernández estará en contra de esta postura, reivindicándola y abogando por el respeto y consideración de éstos: “Hay que hacer al salvaje mismo partícipe de los beneficios de la civilización… Nosotros no tenemos el derecho de expulsar a los indios del territorio, y, menos, de exterminarlos.”[26]





[1] Historia de la novela hispanoamericana, Cedomil Goic, Valparaíso, Ediciones universitarias, 1972. Capítulo V; pág. 47.
[2] Íbidem. Pp. 48.
[3] Íbidem. Pp. 48-49.
[4] Íbidem. Pp. 49.
[5] Íbidem.
[6] Íbidem. Pp. 50.
[7] Íbidem.
[8] Íbidem. Pp. 52.
[9] Íbidem. Pp. 53.
[10] Íbidem. Pp. 54.
[11] Íbidem. Pp. 55.
[12] El cuento hispanoamericano ante la crítica, Enrique Pupo-Walker, Madrid, Costalia, 1973. Originalidad y composición de un texto romántico: “El matadero”, de Esteban Echeverría pág. 40.
[13] Íbidem. Pp. 41.
[14] Íbidem. Pp. 43.
[15] Arte y sentido de Martín Fierro, John B, Madrid, Costalia, 1970. Pág. 72.
[16] Íbidem. Pp. 73.
[17] Íbidem. Pp. 75.
[18] Íbidem. Pp. 78.
[19] Íbidem. Pp. 87-88.
[20] Íbidem. Pp. 92.
[21] Íbidem. Pp. 95.
[22] Íbidem. Pp. 98.
[23] Íbidem. Pp. 100.
[24] Íbidem. Pp. 101.
[25] “Prólogo” Martín Fierro, Hernández José, Madrid, Cátedra 1985. Edición de Luis Sáinz de Medrano Pág. 47-48.
[26] Íbidem. Pp. 49.

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