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El artista y la casa masona.


Perdido entre las calles ñuñoínas sin un rumbo determinado, aquella tarde caminaba observando los árboles y los transeúntes que en su rutina santiaguina solo se detenían en triviales conversaciones, a paso firme, sin mirar atrás. Por el contrario, por aquellos días, solo daba pasos en falso, buscando un propósito por cual vivir, por el que deseara escribir. Consultando por el sector por datos de arriendo de dormitorio con la intención de terminar con la monotonía de aquellos días de mis veintidós tiernos años y aventurarme así a vivir nuevas experiencias es que busqué sin miramientos una nueva estancia ajustada a los valores que podría pagar un estudiante universitario de letras. De pronto observé una casa, llamativa y distinguida entre las demás de la cuadra; era alta de dos plantas, amplia y de muros amarillos con un extenso ante jardín con flores de colores primaverales. En un principio no me llamó la atención la numeración de la casa, sin embargo, de pronto, todo cobraría sentido; en madera rústica se dejaba apreciar flamantemente el número 611. La dependienta se llamaba Elizabeth, no obstante, no se encontraba aquella tarde en el domicilio, por lo que me recibió un apuesto y alto joven, que se presentó amablemente como Raúl, quién me mostró la casa por dentro y me dijo que habitaba hace más de un año aquella estancia. Al adentrarme en aquel lugar, pude observar sus fuertes muros, piso de parqué y estanterías con libros y tres extensas habitaciones en la planta baja, donde una de ellas daba a un corredor que conectaba el antejardín con el patio trasero.

Mientras conversábamos, me dirigió a la última habitación de la planta baja, que según me comentaba sería la que si decidía quedarme, me correspondería; de camino trastabillé con un par de cajas de libros que parecían recién llegados, solo por curiosidad – característica distintiva de todo escritor en ciernes- le pregunté qué clase de libros eran; me comento de soslayo, que los había escrito la anterior dueña, quién había fallecido recientemente, cuya temática pertenecían a temas de ocultismo y esoterismo, propios de la masonería. En efecto, como me informaría tiempo más tarde, aquella mujer que no alcancé a conocer en vida, figuraba entre los más altos grados de la masonería en nuestro país; es allí que numerológicamente la numeración de propiedad cobraba sentido, puesto que 611, tras una sumatoria básica de 6+1+1, nos daba 8, que invertido era el símbolo del infinito, representando a su vez poder, energía y realización. Si bien, aquella habitación que tendría por cuarto propio, no era las más acogedora, ni la con mejor vista, me causaba una sensación que invitaba a quedarme, quizás por instinto, tal vez por presagio -innúmera sería la producción escritural y los amores que albergarían esas cuatro paredes en las noches venideras bajo copiosas lluvias invernales y abundantes calores de estío-, pero para aquello aún hacían falta el transcurso de unos meses; pese a ello, en aquel minuto pensé que la habitación contaba con todo lo necesario para que un joven escritor y literato deseara habitarla; un velador, un guardarropa, una cama, perfectamente arreglada, así como una mesa para escribir y preparada por aquella mujer de la cual nunca supe su nombre, pero que por intermedio de Raúl, supe que ella había presentido mi llegada semanas antes de su muerte; señalando que llegaría un joven con ciertas cualidades y energías, pero que aquello sería después de su partida.

Me encontraba junto a mi futuro compañero de cuarto con quién me encontraba sopesando aquellas palabras, tras lo cual, llegó sin previo aviso la dependienta. Elizabeth, una mujer de mediana estatura, en su reciente senectud con sus cabellos grises  de figura regordeta y mirada altanera, era enfermera de profesión y quién como confidente y amiga, aunque sospechaba también algo más, había cuidado a la anterior dueña hasta sus últimos días y ahora ella se apropiaba de la casa como ama y señora. Sin embargo, logramos llegar a un acuerdo contractual de arrendamiento que duraría por todo un año de avatares, amores desavenidos, experiencias, desbarajustes, lectura, placer y éxtasis más allá de la escritura.

Aquella misma tarde me decidí ir en búsqueda de mis bártulos, que no eran más que unas cuantas prendas de vestir, dos cajas de libros y cuadernos de notas, junto a mi notebook; indispensable para continuar mis procesos escriturales. Al día siguiente hacía buen tiempo, era agradable despertar en aquella comuna ahíta de parques, álgida vida nocturna, de placeres culinarios y un patrimonio cultural y arquitectónico de viejo cuño. Los días se sucedieron entre mi vida universitaria entre clases escuchando a académicos, cuyos discursos discurrían entre literatura hispanoamericana contemporánea, modernidad europea y teoría literaria, coloquios, seminarios y paseos de media tarde para encontrar inspiración, pero al llegar la noche todo aquel panorama tomaba forma a través de las palabras que se aglutinaban en mente, para dar rienda suelta a versos nocturnos.

Fue en una inesperada noche, luego de las dos primeras semanas, tras las cuales me encontraba instalado en ese palacete ñuñoíno, donde el fuego vivaz que vibraba en mi interior recobró su ímpetu desde aquella primera tarde en que Raúl me abrió la puerta a la casa. Su porte recio de macho apabullante de 1,85, su cuerpo moldeado por unos músculos que se dejaban entrever tras su camisa arremangada, su pelo en pecho que quedaba al descubierto, serían solo la antesala de un año de sexo, sudor y lágrimas…  

 

PD: Reescritura a destiempo del texto original perdido del año 2013 en los archivos de un viejo computador; reinspirada en una tarde del 11 de agosto del 2023 en Copiapó, tras ver la película Black Butterfly, ¿coincidencia o predestinación?


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