Martes 25 de abril
Hoy me ha sucedido un hecho muy especial, tanto así que sólo evocarlo me hace sentir aquellas fragancias aterciopeladas de una chica que a su vez era todo un misterio. No lo digo sin fundamento, puesto que bastaba sólo contemplar su andar grácil y apacible para saber que era una chica poco común, quizás incluso un ángel caído del cielo y por qué no decirlo, una diosa en su esplendor eterno.
Han pasado tres años desde que la conocí, jamás olvidaré el nombre de aquella flor que inundó mi vida de esperanza, pero que el destino implacable se encargó de apartar, son innumerables los sentimientos que viví en su búsqueda, se tornan perennes los recuerdos del instante que la vislumbré. Fue en una época como ésta donde percibí los vestigios del amor, una felicidad inocente me embargó en aquel período, el que a su vez estuvo marcado por la ruptura, la que inevitablemente me llevó a la nostalgia; una desavenencia de la vida, que se produciría después de una incesante búsqueda, que me deparó a los infaustos brazos de la muerte.
Fue el frío atardecer de otoño el que condujo mi vida por sendas inusitadas. Fue aquel veinticinco de abril cuando escribí en mi diario de mano los sentimientos que provocó aquella inesperada mujer que apareció en mi vida y que cambió mi sentir, mi forma de pensar y más aún, mi modo de amar. Antes de conocerla nunca había experimentado tales sensaciones, no sabía que era capaz de entregar todo mi existir por alguien que sólo había visto una vez, pero que caló hasta la profundidad de mi alma con su mirada. Bastó contemplar sus ojos para saber que ella era el complemento perfecto para un corazón que se había preparado durante toda su vida para amar, un corazón desahuciado y condenado a amar irremediablemente hasta el último soplo intermitente de vida y que había sido acompañado por siempre de unos sentimientos tórridos, que eran capaces de arrasar y traspasar las barreras del mundo y la vida si era necesario, por el solo hecho de sentirse correspondido, aquél fue un amor que tuvo su encuentro en los reveses del destino y su quiebre en el hálito de un abismo. Fue una felicidad incorpórea, que sólo duró lo que la inocencia de un púber al despertar a la adolescencia, había creído en aquel entonces que el amor todo lo podía, que triunfaría ante cualquier obstáculo, pero nunca entreví la fatídica muerte y cómo ésta puede arrebatarte aun lo que más quieres.
Observo cada palabra escrita a la sazón de ese momento inmemorial, se me aglutinan una vez más en mi mente todas las sensaciones vivenciadas en un tiempo que me parece fuese el de ayer, se vaticinan pasajes de mi vida, se me presentan tan vívidos como se me han manifestado siempre desde que la conocí, siento cómo eran mis paseos de antaño, presiento la configuración de mis pasos, mi adosado andar que se dejaba conducir por la costumbre, advierto las calles continúas a la plaza de armas, en lo que era mi típica rutina de otoño, una estación muy triste, que su permanencia es capaz de amargar a cualquiera. Quizás para ciertas personas sea una estación ordinaria, que transcurre igual que los monótonos días de su vida, pero para mí no lo es, en efecto, el otoño es una época desoladora, donde la naturaleza tortuosa padece los estragos que el viento ocasiona, es un tiempo repleto de congoja donde los gorjeos de las aves se tornan consternados, donde el último pétalo de rosa se deshoja y con ella la esperanza del amor se esfuma.
Antes de aquel extraordinario encuentro que cambió mi vida, no creía en el amor, pese a ello me habían embargado durante cada milésima de mi existencia, profundos sentimientos que me motivaban a querer conocer aquello que ansiaba con mucha avidez, pero que aún no se había dado la ocasión de experimentarlo, por eso sentía que aquella mujer, representaba a todo el género femenino, era única, pero a la vez lo era todo. Ella venía a llenar la oquedad de mi corazón, incluso más, acrecentaba toda mi experiencia, que en concordancia con la de ella, constituía una unión indisoluble. Sin embargo, la vida te enseña a comprender que todo lo idílico posee un final y que el tiempo es efímero tal ocaso de estrella fugaz en la inmensidad del firmamento. Además, siempre había pensado que el amor, era una mera ilusión que sólo alcanzaban aquellos hombres y mujeres cándidos que no viven más que añorando su príncipe azul o la poetisa de sus sueños. Más aún aquella tarde de otoño no me motivaba nada fuera de mi rutina, que no consistía más que en mi transitar errante por las calles del centro de mi ciudad, situación que en cierto modo me reconfortaba, ya que aquella persistente soledad que me abruma, encontraba en el clímax de las tiendas comerciales, en el apogeo del patio de comidas, en el automatismo de las personas subiendo y descendiendo escaleras, un sentimiento hedonista quizás, sí creo que incluso podríamos denominar placer a aquel sentimiento provocado por el hecho de no sentirse solo ante personas que consumen encarnecidamente, pero que permanecen allí, en la compañía de tu soledad.
Estaba en plenas cavilaciones cuando atisbé en un recóndito banco del centro comercial, a una muchacha que me deslumbró. Su pelo de un negro azabache, ondulaba furtivamente sobre sus mejillas de un blanco traslúcido, quedé atónito; literalmente boquiabierto. Quedé absorto, mientras contemplaba cómo ella discaba vertiginosamente los dígitos de su celular, luego tras breves instantes se levantó presurosamente del sitio en que se encontraba y se dirigió en dirección a donde yo permanecía anonadado. Sin embargo, siguió su etéreo caminar en dirección a la salida. En un intento de reponerme alcancé a vislumbrar sus ojos, no obstante, aquella primera impresión de su danza celestial no se asemejaba en nada a la tristeza que emanaba de sus opalinas y los suspiros de un sollozo, cuya lágrima cayó al suelo como una gota en la hondonada del mar.
Al despertar de aquel ensueño en que permanecí un instante que me pareció toda una eternidad, me percaté que en el sitio en que se encontraba aquella espléndida mujer, había una especie de tarjeta. Me acerqué lo más raudamente posible que mi condición física me permitía, hasta que logré asir el borde y la puse en mis manos. Era una tarjeta que anunciaba el nombre de Gardenia Miraflores; ¡qué nombre más poético para una damisela como ella! Es increíble pensar cómo una flor de semejante talante podía andar por esos lugares, sin duda alguna, ella era mi flor de otoño y su fragancia hacía palpitar hasta la extenuación de los latidos mi corazón, que ahora sólo la rememoraba a ella.
Pero aquella tarjeta no sólo contenía el nombre arrebatador de mi flor de otoño, también aparecía un número telefónico y la notificación de lo que me pareció ser el nombre de una empresa, versaba “Gardenia y asociados”. Quería llamarla, decirle cuán hermosa era, cuán especial había sido para mí en aquella tarde solitaria de mi rutina, ansiaba dar el siguiente paso para un posible rencuentro, pero vacilé. Y no fue hasta el día siguiente, que me aventuré en una visita a su empresa. Fui tan cobarde, que ni si quiera me atreví a llamarla. ¡Qué mísero de mi parte! aún hoy me arrepiento por no haberlo hecho, quizás todo hubiese sido distinto.
La noche anterior a mi incursión por los territorios de Gardenia, sobrellevé una intensa agonía de espasmos y pensamientos febriles. Aquella noctámbula noche, me sumí en un estado insomne, del cual no me repuse hasta la manifestación boreal del alba que con sus centelleantes rayos de sol ocasionó en mi ser un letargo profundo, que me sumergió en un sopor sempiterno.
Cuando al fin logré dormitar, tras la intensidad inverosímil de la que tal vez fue la más fascinante y delirante noche de mi vida, se me presentaron una serie de imágenes y situaciones que en un primer momento no tenían gran sentido. Iba por el centro de la ciudad, tal cual mi costumbre, pero algo peculiar estaba sucediendo, todo lo que me rodeaba parecía estar en sombras, era un ambiente tétrico y lúgubre, un mundo que permanecía en una penumbra absoluta. Por tal motivo, las personas que se presentaban en mi sueño, aparecían como sombras negras, de las cuales incluso yo adquiría una sutil monocromática plateada. En un intento de escabullirme de aquel lugar y de aquellos seres silenciosos, enigmáticos y aterradores, me dirigí en búsqueda de un sitio más ameno, no sabía qué era lo que precisamente buscaba, pero un ímpetu profundo, que emanaba de lo más hondo de mis entrañas, me hacía continuar.
Corrí lejos, avanzaba a pasos agigantados a un objetivo que me llamaba con una voz melodiosa, semejante al canto de las sirenas que conduce a los hombres aventureros a territorios inexplorados. Era un susurro agónico, desesperado, pero a la vez enternecedor; quien lo producía parecía necesitarme tanto como yo. A medida que me acercaba más, el sonido estertóreo que había escuchado desde un principio, se tornaba esperanzador y a intervalos armónicos que acrecentaban su intensidad. Seguía en mi acelerado andar, sin detenerme hasta que mis ojos se cautivaron en la belleza sublime de un paraje inhóspito, reverdecido por una naturaleza fantástica.
Se percibía una vegetación arbórea disímil, entre las que alcancé a destacar el penetrante aroma del boldo, la pureza blanquecina de la patagua, el nacimiento de los robles que se extendían a campo traviesa y deleitaban con su floresta. Me sorprendió el fulgor de la adesmia inquieta, la majestuosidad del canelo, que me trasladó a épocas ancestrales, cuya procedencia me infundió paz y tranquilidad. Encontré en aquel árbol un vínculo y comprensión de mi interioridad que parecía albergar una cadencia acompasada a mis sentimientos, aquel primor natural me remontaba a mis orígenes, me invitaba a refugiarme en sus raíces, cobijarme bajo sus cálidos ramajes, a beber e inundarme del néctar de la vida que me prodigaba su savia, ansiaba quedarme en la unión íntima con aquel lugar paradisíaco, de cuya espesura brotaban aves de tonalidades alucinantes, azul agua marina, rojo carmesí, verde esmeralda, amarillo crepúsculo, que alcanzaban matices tornasolados que se confundían con el diáfano fluir del arroyo que rodeaba serpenteando el vasto terreno en que me encontraba.
Me sentía reconfortado, sentimientos de regocijo y júbilo abrasaban mi corazón, que adquirió una dicha inefable al escuchar nuevamente la voz de la musa inspiradora y conductora de aquel maravilloso lugar. Pero al contrario de los sollozos y el trémulo llamado que me había encaminado hasta aquel esplendoroso bosque, esta vez, se percibían alborozadas risas joviales, que no hacían más que embellecer la lozana plenitud de una doncella, que pese a que sólo la había visto una vez, parecía como si la hubiese conocido desde siempre. Sin embargo, me pareció sumergirme en un estado que se me presentaba vivido anteriormente, estaba absorto y sin movilidad alguna, la deseaba, anhelaba poder comer de aquel fruto prohibido y probar aquellos labios de un rojo escarlata que me seducían de un modo apetecible.
Cuando logré alzar la voz para llamarla, ella se volteó y me miró triste, luego de aquel gesto que me perturbó, se fue en su caminar ligero, de andar grácil y sereno. Corrí tras ella, anduve hasta el límite de mis fuerzas, hasta caer como niño desamparado, de bruces al suelo. Pero algo captó mi atención, era una flor que refulgía en su magnificencia, me acerqué hasta que pude observarla con mayor detalle, no había duda, era una Gardenia, aquella flor de tan admirable albor, que desde sus inicios emergía con una blancura cristalina, que con el tiempo adquiría un matiz níveo que rebosaba hermosura y pretensiones de amor. Permanecí contemplando cada uno de sus rasgos, hasta que un ruido ensordecedor, provocó que todo cuanto me rodeaba, quedara envuelto en una neblina, para luego brillar con suma intensidad.
El estridente sonido que emitía la alarma del reloj de mi velador, indicaba las doce en punto, fue un intenso despertar, aún estaba entregado en cuerpo y alma a la belleza de aquel último sueño, hubiese preferido volver a sumergirme en aquel mundo que poseía un encanto único, pero todavía invadían mi mente las imágenes de una Gardenia, flor de magnífica tersura que me había cautivado. Luego tras breves instantes y en un intento de incorporarme a la realidad, me levanté de mi lecho, aún con modorra, pero con una perspectiva de la vida distinta, comenzaba a creer en las ilusiones que a veces nos presenta la vida, una ilusión que tenía por nombre amor, al cual mi corazón se entregaría hasta consumar las llamas incandescentes de la pasión, desatada por aquella espléndida mujer que tenía por nombre Gardenia, mi flor de otoño que me acompañaría por siempre hasta el final de la eternidad.
Chan
ResponderEliminarNada que decir, no conozco palabras adecuadas para expresar cuanto me ha gustado.
Me fascinó Alma
YO
sangre
ResponderEliminar... ...traigo
de
la
tarde
herida
en
la
mano
y
una
vela
de
mi
corazon
para
invitarte
y
darte
este
alma
que
viene
para
compartir
contigo
tu
bello
blog
con
un
ramillete
de
oro
y
claveles
dentro...
desde mis
HORAS ROTAS
Y AULA DE PAZ
TE SIGO TU BLOG
CON saludos de la luna al
reflejarse en el mar de la
poesia ...
AFECTUOSAMENTE
UNA MIRADA DIFERENTE
jose
ramon...
Waaaa lo subiste acá. No me habías dicho.
ResponderEliminarehh . .. puntaje nacional Chamorro? jajaja obvio o no? Cuidate (: