Aquella mañana, la aurora, de rosados dedos, resplandecía refulgente ante el comienzo del que sería el más recordado y anhelado de los días que vendrían, para la joven Penélope. Era una mujer, cuya belleza sólo era equiparable a la hermosísima Diana y cuyos encantos, se asemejaban a la seductora y sensual Venus, sin embargo, se encontraba sumida en una tristeza, de la cual por más que luchase incansablemente contra ella, siempre culminaba abatida por la resignación y el desconsuelo.
Penélope, llevaba una vida, que no pocos deseaban alcanzar. Su encanto y belleza natural, atraían de sobremanera a todos quienes la vieran por vez primera. Su piel nívea, sutilmente marmórea, sus brillantes ojos, tal cual la diosa Minerva, su cabello uncido en un matiz azabache y sus labios de un rojo carmesí, arrancaban más de un suspiro al contemplar su andar altivo, cuya vitalidad y jovialidad, habían provocado muchos desamores y corazones rotos, que prontamente cupido, se dignaba a remediar.
No obstante, pese a tener una belleza sin igual y talentos que por doquier, harían feliz a quien los poseyese, Penélope, se hundía en el hálito de congoja y desánimo, que en el último tiempo la embargaban, sin darle tregua. En aquel entonces, se había entregado en cuerpo y alma a su profesión, donde la monotonía de la rutina y el agobiante trabajo, le permitían huir de sus emociones más recónditas, aquéllas que ni ella misma conocía.
Sus amigos y conocidos cercanos, la admiraban por su audacia e inteligencia, las cuales, la habían hecho triunfar en su empresa, donde se había convertido en una exitosa empresaria, cuyos méritos, nadie podía negar. No obstante, nadie conocía su sufrimiento, porque era ávida y aguda en el arte del disimulo, donde jamás su semblante dio muestras de aflicción, mas por el contrario, todos la creían feliz y dichosa con la vida que llevaba. Pero esa mañana, se encontraba sola en su apartamento, ubicado en pleno centro de aquella ciudad tumultuosa y agitada en la cual vivía, único espacio, donde podía ser quien era, frágil y delicada como una gota de lluvia en la inmensidad del mar.
Tras reponerse de los primeros rayos de sol, dio rienda suelta a sus emociones, se dejó conducir por éstas, sin saber el rumbo que tomarían, hasta que se vio envuelta en un manto de lágrimas y sollozos, que clamaban por amor. Ella sabía, que existía en alguna parte del mundo, alguien que la comprendiese y que estuviese dispuesto amarla de verdad, tenía la certeza, de que más allá de aquel ilusorio y materialista amor, que le ofrecían sus pretendientes, los cuales, sólo se dignaban a alhajarla con accesorios y joyas finamente ornamentados, pervivía alguien capaz de compenetrarse con su alma y sentimientos, capaz de sortear el velo que simbolizaba su belleza, desentrañando su sentir, hasta percibir su esencia. Al igual que todas las mañanas, languidecía en nostálgicos suspiros de amor.
Pero aquel amanecer, sería diferente, no estaba dispuesta a seguir padeciendo los amagos que la constreñían día a día, necesitaba un cambio y estaba dispuesta, a cuanto fuese necesario para lograrlo. Se encaminó a paso ligero y abrió las cortinas de encaje de su dormitorio, mas no contentándose con ello, se asomó al balcón, cuya balaustrada dejaba entrever un panorama desolador, sólo se percibían edificios y donde mirase, se encontraba con más y más, de aquellos colores grises que rodeaban esa ciudad céntrica, que entremezclados con los estridentes sonidos de un álgido día, dejaban mucho que desear. Ya lo había decidido, desde aquel momento, todo sería distinto.
Al cruzar la ciudad, con un ímpetu propio, del mismísimo Aquiles, llegó a su oficina y sin pensárselo dos veces, llamó a dos de sus secretarias de mayor confianza y les encomendó hiciesen reservaciones en una embarcación particular, sin tiempo definido, pero que la llevase lejos de aquellos muros que la habían aprisionado durante los últimos años. Así fue, que sin asimilarlo aún, se encontró en una estancia agradable, que guiada por un capitán y sus ayudantes, la llevaría a recorrer las diáfanas aguas del atlántico.
Los primeros días, no hicieron más que deslumbrarle ante cada nuevo prodigio natural que observaba, no sólo la brisa marina y el sutil céfiro que se arremolinaba a su alrededor, le eran gratos, sino que cuanto nuevo animal, de la abundante fauna marina que apreciaba, la revitalizaba aún más. De este modo, transcurrieron los días, hasta que al décimo y tras creer haber visto las más alucinantes maravillas del mundo, la embarcación arribó por aquel día, en la ribera de un poblado, que hasta aquel entonces le era desconocido.
Se sentía muy alegre e irradiaba, al contemplarla, una paz conciliadora; en sintonía con aquel estado anímico, se dirigió a la plaza de aquel cálido y acogedor pueblo, que si de ella dependiese, hubiese permanecido en aquel lugar, durante el resto de su existencia. Una vez allí, se entregó al mágico encanto de los sueños, cual Morfeo se lo había deparado. Estaba plácidamente entregada a la dulzura que la envolvía, cuando una sutil sinfonía la cubrió con un aura de tranquilidad y templanza, que hicieron de su despertar, un feliz suceso. Mas llamó su atención el sitio del cual provenía aquella melodiosa música, cuando apercibió sólo a unos metros de ella, a un joven adonis, en todo semejante a un Dios.
Pues el nombre que hubo de ponerle su padre, era Ulises, cuya existencia había estado marcada por un peregrinar continuo, de pueblo en pueblo, deleitando al son de la cítara, a quienes quisiesen oír sus cantos y poemas. Así el joven Ulises, errabundo, sin patria definida, cantaba cual Aedo, cuya voz era codiciada por cuanto mortal lo había escuchado. Mas su vida y he ahí la explicación de su continuo ir y venir, estaba sentenciada por Apolo, quien lo perseguía continuamente, consumido por la envidia que su voz le causaba.
De este modo, quedó Penélope embelesada con la figura de aquel majestuoso hombre, cuya voz, había hecho mella en lo más profundo de su alma y al percatarse Ulises, que la bella mujer a la cual había dedicado su canto, había despertado, asió prudentemente su mano y la llevó sutilmente a su corazón. Aquella tarde, se desató la pasión de un gran amor, que uniría por los siglos venideros y traspasaría las fronteras del tiempo, a la pareja que su vida, en una odisea convirtió.
ey! opino 2 cosas...
ResponderEliminar1.-Usted, señor Chamorro, esta seriamente rayando la papa con la carrera antes de tiempo xD
2.-Me gusto el "toque de actualidad" (nose como llamarlo y fue lo primero que se me ocurrio) que le diste a lo escrito, y que lograras de todas formas mantener el lado clásico en el cual se inspira...
pero recalco más lo primero xD
jaja gracias Jenn por el comentario, pero como te dije, hay que aprovechar esos momentos de inspiración y, sin proponérmelo, se logró entremezclar la actualidad con lo clásico. :)
ResponderEliminarYo soy un hombre común y desea publicar mis cartas, además de mi casa.
ResponderEliminarYo no hablo español, pero voy a utilizar los recursos de traducción para la comunicación con usted.
Tengo poemas, cuentos y ensayos.
Le pido que lea uno, sólo uno.
Y si usted lee dice algo distinto, como quieras (sonrisa).
Un saludo y mis mejores deseos: Jefhcardoso
Epíteto tras epíteto te has sumergido en el mundo Brendesco. El ágora diario te ha absorbido en sus términos... ¡huye! que no te alcance Homero y te vuelva héroe.
ResponderEliminarMe ha gustado tu texto, aunque discrepo con algo, amigo mio, y es en el que dulces mujeres marmoleadas como estas ya no existen; el hoy entrega mujeres que solo entienden del más acá.