Caracterización del ideal de Abelardo, su principal fuente de inspiración, sobre quién se concreta y cuáles son las consecuencias de la persecución de este ideal.
En un primer momento, contextualizaré la obra “El ideal de un calavera”, referiré de igual modo su significado y algunas particularidades del autor, para que se pueda interpretar grosso modo y con mayor precisión qué implicaba éste, es así que cabe mencionar qué ésta –al igual que Martín Rivas- será una de las obras más connotadas del autor. En efecto, las obras de Blest Gana, se caracterizarán por ser un fiel retrato del modelo y costumbres de la época, además del psicologismo de los personajes, con tal maestría, que incluso será considerado como el padre de la novela chilena. ¿Cuáles son las características fundamentales del ideal de un calavera? Las que procederé a citar a continuación: “[…] es un racimo de documentos humanos, que poseen toda la fuerza y el colorido de la vida. Toda esta obra está sembrada de descripciones de costumbres nacionales, llenas de gracias y de verdad: ningún novelista del siglo pasado, nos ha dado una visión de nuestro campo tan real y pintoresca como la que Blest Gana nos ofrece en la primera parte de su libro. Pero no sólo tiene valor como novela de costumbres, sino también como histórica y, acaso, como psicológica […]”.[1]
Por otra parte, hay que referir qué se entiende por el tipo del “calavera”, que será representado y simbolizado a través de Abelardo en el presente libro y entre sus cualidades destacan: “En ella se da vida a ese tipo de calavera chileno, caracterizado por la valentía y la audacia, por la espontaneidad y el heroísmo, por lo enamorado y disipador; a ese tipo que Blest Gana nos presenta en Abelardo Manríquez, joven militar, enamorado noble y espiritual, que siente devorada su alma por un ideal de pasión sublime.”[2] Justamente, aquel ideal de “pasión sublime”, se entronca con toda la obra, pues el amor será la temática transversal que la recubrirá y más aún la forma en que Abelardo desea vivirlo. A su vez, el lector ideal que espera el autor, es aquél que idealiza y sueña igual que Manríquez, a aquellos seres inconformistas: “Dedícalo a los que persiguen afanosos una quimera forjada por la imaginación y desdeñan la modesta felicidad, que la suerte depara a los que de modestas cosas se contentan. ¿No hay un inmenso número de esos soñadores que, si bien no acuden a la rima para expresar sus aspiraciones, abrigan tesoros de poesía en el pecho?”.[3]
Es así que desde el principio de la obra se nos comienza a relatar y describir aquel “ideal” y las circunstancias en las que aconteció y de qué iba: “¡adiós amor, única ambición de mi alma! […] A fin de conocer hasta qué punto son esas palabras un lamento tristísimo de una alma consagrada al culto de una idea fija, conviene saber la ocasión en que fueron pronunciadas.”[4] Precisamente aquel momento fue el de la muerte, en plena agonía, donde dio literalmente su último discurso y podríamos hasta decir que murió en una suerte de ideal romántico. Por otro lado, el autor también da a conocer su punto de vista al respecto, donde nos señala: “El amor ocupa un espacio tan considerable en la historia de la humanidad, que siempre nos ha parecido digna de estudio la vida del pobre Manríquez, como un rasgo característico, que merece añadirse a la filosofía de esa historia.”[5]
Otro rasgo que podemos inferir del calavera a lo largo de la narración es la predestinación del tipo al que pertenece, es decir, que desde que era un muchacho imberbe, siempre tuvo una inclinación hacia las travesuras y diabluras, en pro del amor, que es la situación que le sucede en el colegio donde queda como un héroe ante sus pares: “Manuelita fue llamada a la pieza en que la señora X*** recibió al imberbe galán. Desprevenida, y con menos ánimos que éste, Manuelita se turbó; pero Abelardo desplegó todo su aplomo; habló de la familia, y concluyó pidiendo, por encargo de ésta, una plana de Manuelita. Con este trofeo, que acreditaba su victoria, llegó al colegio y refirió su excursión. El respeto de sus condiscípulos le proclamó el héroe de la diablura.”[6] Cabe consignar también que las cartas de Heloísa y Abelardo, de las que tanto se nos habla, serán parte constituyente de la personalidad y manera de ser de nuestro protagonista, he ahí su trascendencia en el curso de la obra: “Estudiaba poco; pero en cambio, sabía de memoria las cartas de Heloísa y Abelardo, que han gozado siempre de una boga inmensa en todos los colegios.”[7]
Pero de aquellos amores de infancia, pasamos a los de la juventud y aquí nos encontraremos con la fuente de su inspiración, surgida de la llegada de una nueva familia a las haciendas aledañas, razón por la cual cobrará gran interés hacia ella, pero sobretodo por una de las hijas, que adscribiré a continuación: “Manríquez pensó que la hija de Don Calixto Arboleda, la que el cielo había dotado con el don de la hermosura, podía muy bien estar destinada a su corazón.”[8] Y así una vez que hubo visitado la hacienda, se aproximó hacia ellas y, cuando la feucona fue a buscar a su padre, se quedó contemplando la belleza de la otra joven, que se describe así: “Rubios cabellos, finísima tez, ojos grandes, boca pequeña, rosada y fresca como una cereza, manos largas y delgadas, un talle fino de suaves contornos, el seno modestamente dibujado por el vestido de percal, he aquí lo que Abelardo alcanzó a ver. Como la joven había bajado la vista sobre la costura, la expresión de su rostro, esa irradiación del alma en las facciones, se escapaban en aquel momento a su observación.”[9][10]
Continuando con lo anterior, se va reafirmando cada vez más su ideal de amor, su propia Heloísa a través de la hermosa hija de Don Calixto, sin embargo, dejará de lado y no se fijará ningún instante en la feucona: “La desdeñosa indiferencia con que los jóvenes apartan la vista de las desgraciadas a quienes la hermosura priva de sus favores mágicos, se retrataba muy bien en esta última circunstancia. A la edad de Manríquez, los atractivos de la mujer sólo consisten en la belleza física: para estos ciegos adoradores de la forma, las dotes morales son joyas cuyos valores no quieren detenerse a indagar. Por esto fue que el joven no fijó ni un instante su atención en una de las hermanas, mientras que llevaba grabadas en la memoria las facciones de la otra. Y esas facciones, a la luz resplandeciente de su ardor juvenil, cambiaban sus proporciones humanas por la imaginaria y radiante belleza de los ángeles. […]”.[11] De esta manera queda confirmado que la 1ª mujer que penetró en el corazón de Manríquez, fue Inés Arboleda, la que estaba en su mejor edad, en el apogeo de su belleza como oteamos con anterioridad: “Inés Arboleda fue la primera mujer que condensó en el corazón de Manríquez la atmósfera de vaporosos deseos que, como las brumas de primavera, se agrupan después en el pecho a impulsos del amor, para formar las más crudas tempestades de la humana existencia. Inés tenía entonces diez y siete años. Es decir que se encontraba en el resplandeciente período de la vida que la voz familiar llama LOS QUINCE, para designar el apogeo de belleza y de gracia a que llega la mujer.”[12]
Pero, esta historia de amor, no lograría ser tan perfecta, ya que entre ambos existía una gran diferencia, que era precisamente la económica, aquella jerarquía social que pese al idealizado idilio amoroso, les jugaría una mala pasada, que desde ya se comienza a preludiar: “El infeliz tenía bastante inexperiencia para jugar su caudal entero a la primera carta. Así fue que la entrevista del huerto le turbó sobremanera. Con la superstición de los devotos que suponen la intervención divina en cualquier lance de su vida […] En alas de su entusiasmo, saltó a pies juntos la distancia que las costumbres sociales ponían entre él y su ídolo.”[13] Por ello cuando le confesó su amor a Inés, ésta lo rechazó de plano, causándole tal extrañeza a Manríquez su reacción, pues él sólo había actuado con franqueza: “Caballero, ud. Abusa de su posición, le dijo con altanero ademán, pensando hacer avergonzarse a Manríquez de su temeridad. […] ¿Se ofende uds de mi amor? Le dijo Manriquez, tras breve silencio. Vea señorita, nadie ofende amando: es al contrario un sentimiento que encierra el más precioso respeto.”[14] Más adelante vemos cómo comienza a calar el hecho de ser una persona de una clase social más baja, más aún las repercusiones que esto le conllevará: “Desde su entrada sufrió Manríquez el efecto de su posición. Aunque sin experiencias en las relaciones sociales y dotado de la expansiva cordialidad que caracteriza a la juventud, vio muy pronto que en un círculo de gentes ricas, la persona del pobre se encuentra circundada de una atmósfera de hielo, que la aísla en su centro y la priva de la magnética corriente de fluidos que componen la simpatía.”[15]
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