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Proceso de sustitución de la divinidad y proyecciones del sujeto profético en la poesía de Gabriela Mistral.




En primer lugar, cabe referir que la poesía mistraliana estará enmarcada por variados simbolismos, los que tendrán en sí dejes filosóficos, surgiendo como propuesta estética y punto de partida para las sucesivas poéticas chilenas. Por otro lado, se irá apreciando tanto desde una matriz inconsciente como consciente aquellos simbolismos, demostrándose a lo largo de este trabajo su sustitución y las implicancias de ella, inclusive basándose en determinados postulados freudianos que nos irán aclarando el panorama interpretativo de su obra. Desde esta perspectiva, me valdré ante todo del texto de Patricio Marchant, el que explicitando el contenido simbólico-inconsciente, nos plantea la siguiente sustitución, que viene a ser la piedra angular de su ensayo: “Lo único que resulta posible (es decir, más bien, necesario) es postular la presencia, la acción –sin poder explicar su surgimiento- de una Forma Inconsciente Generante que determina un contenido latente, estructurado en forma articulada y un muy diferente contenido manifiesto de esa poesía; una forma lógica que llama ser recibida y que predetermina lógicamente lugares precisos de poetizar. Ahora bien, el trabajo sobre la Forma Inconsciente Generante debe partir por el estudio del árbol-Cristo mistraliano, objeto muy resumido de esta ponencia […]”.[1]

            En cuanto al símbolo que nos muestra, es decir, la figura del árbol-cristo, veremos cómo esta metáfora le irá dando vida y significación a la poesía de Mistral, la que a su vez posee una vinculación directa con la presencia/ausencia de la madre, que iremos dilucidando a posteriori.  Por lo menos nos prefigura tres nominaciones a la metáfora señalada, que el crítico Scarpa apuntó: “[…] En Desolación, se llamó Árbol muerto. En dos de esas versiones primeras el poema se llamaba Árbol-Cristo, en una, y Un árbol-Cristo, en la otra.”[2] Aquí claramente nos encontramos frente a una correspondencia figurativa, donde ambos elementos se superponen, desembocando en un bi-símbolo, inseparable y bi-semántico, que analógicamente como procedimiento gestáltico, el todo será más que la mera suma de las partes. Sin embargo, Marchant enuncia que no podemos comprender aquella noción sin entender a su vez qué significa Cristo y qué es el árbol, en sus palabras: “Pero, como es evidente, negar una relación intrínseca entre el árbol y Cristo supone, al menos, saber dos cosas, qué sea el árbol, qué representa el árbol en la estructura de la psique y saber de qué modo, como qué, Cristo afecta el alma del creyente o del hombre que pertenece a la tradición cristiana.”[3] Sin lugar a dudas establecer estos vínculos, se logra a través de una interpretación de la mente, específicamente en el sub-consciente, espacio donde las imágenes-poético-simbólicas cobran significancia, que si vamos ahondando aún más, probablemente ni aun Gabriela M. conocía la relevancia de su imaginería poética.

            Pero Marchant no busca respuestas metafísicas ni ontológicas, sino más bien refiere lo siguiente: “Preguntémonos por la poesía, a partir de la poesía de Gabriela Mistral, no qué sea un árbol, no qué sea Cristo –estas preguntas, formuladas en términos de lo que algo sea, de lo que algo es, adelantan su respuesta, una respuesta metafísicamente determinada por la esencia –sino preguntémonos cómo insiste en su poesía el árbol, cómo insiste Cristo. Insistir: es decir, mantenerse algo firme en, aferrarse a.”[4]

            Como ya se ha mentado, al pertenecer aquellas imágenes al ámbito del subconsciente, es válido emplear como herramienta interpretativa el psicoanálisis freudiano, no obstante, éste será impreciso para este caso, tal como se percibirá a continuación: “[…] Intentemos ir a las raíces del árbol. ¿Qué nos puede decir, por ejemplo, el psicoanálisis sobre lo que el árbol representa, sobre el árbol como símbolo? El árbol para Freud es símbolo fálico y como, ciertamente, el árbol que insiste en la poesía de Gabriela Mistral no es un símbolo fálico, resulta evidente que el psicoanálisis sensu stricto freudiano no nos presta ninguna ayuda en este punto.”[5]  Pero yendo más allá de Freud, pervive una imagen simbólica de “agarrarse”, “enraizarse”, lo que básicamente relaciona el árbol con la madre natura, por ejemplo, o inclusive una “madre universal”, lo que viene aparejado posteriormente a un desagarrarse, todo lo cual es el instinto de apego y filiación madre/hijo, fundamental en la etapa de la infancia, pues una afectación en ésta, puede desencadenar un complejo edípico.

            Por otra parte, no existe una noción unívoca de “madre”, al contrario, pareciese ser un término en sí polisemántico, bajo el prisma del psicoanálisis: “[…] En la serie de las formas de madre que el psicoanálisis distingue  (las tres formas distinguidas por Freud: la madre-productora, la madre-amante y la madre-muerte que recoge al hijo muerto; la noción de madre de Groddeck, como madre incestuosa –su interpretación de Siegfried-, distinta de la madre como virgen y de la madre como amante que recoge el sexo del hombre después del acto de amor –su interpretación de la Pietá-, aquello que Hermann entiende por madre es el sentido primario, más elemental, arcaico por consiguiente,  y que permanece, produciendo sus efectos específicos, en todas las otras nociones de madre.”[6] Retomando el sentido del árbol en la poesía de Mistral, símbolo de mayor preeminencia, pero generalmente opaco semánticamente, al menos en su interpretación, pues como se sabe es igualmente polisemántico –como la mayoría de los símbolos diacrónica y sincrónicamente hablando, en términos semióticos sausurreanos- es entendido por Marchant como: “Si como símbolo fálico tal vez no aparece nunca sino implícitamente (en Éxtasis de Desolación), sí aparece varias veces como madre productora, otras veces, como se le puede llamar al árbol de Altazor, como árbol-jeune fille en fleur, otras veces como árbol-Jesús, árbol de Navidad, o como árbol-Erasmo, árbol de la cultura (en Hijo Arbol) o como árbol de sentido, árbol-maestra (en La Maestra Rural), otras veces como leño que arde como símbolo del hijo, pero sobre todo y fundamentalmente en Desolación y en los poemas escritos en Magallanes que permanecían inéditos, como árbol-madre-arcaica objeto del instinto inhibido del “agarrarse a”, soporte, complemento, Unidad Dual con el Hijo.”[7]

            Hasta ahora se ha ido esbozando la imagen del Cristo Mistraliano, cohesionándolo con otros objetos poéticos, sin embargo, es necesario precisar el significado que cobra en su poesía a la luz de algunos poemas de su obra, que nos servirán de referencia. No obstante, previo a mi análisis personal, emplearé lo dicho por Patricio Marchant: “[…] Nos referimos aquí sólo a dos poemas de Desolación: El Dios triste y la Cruz de Bistolfi. Detengámonos en lo que estos poemas nos dicen sobre la existencia o, mejor dicho, la presencia o ausencia de los dioses, de Dios. En esta poesía la ausencia o la presencia de un Dios se demuestra –bastante heideggerianamente, pero antes de Heidegger, por supuesto- por la capacidad de un Dios de determinar un modo de existencia humano.”[8]  En efecto, dirijamos nuestra mirada a aquellos poemas, el primero de ellos: La cruz de Bistolfi nos presenta un sentir y existir de Cristo, pues no sólo él se encuentra ahí sin más, sino que la sujeto lo presiente, está junto a él y hasta cierto punto, también nosotros estamos a su lado, él nos determina, ya que yacemos inseparables sobre él:

“Cruz que ninguno mira y que todos sentimos,
La invisible y la cierta como una ancha montaña:
Dormimos sobre ti y sobre ti vivimos;
Tus dos brazos nos mecen y tu sombra nos baña.”[9]

            El consiguiente poema es el Dios Triste, perteneciente de igual modo a Desolación, aquí la existencia de Dios se genera en la oposición presencia/ausencia, pues se encuentra ahí, ya que se puede captar, sentir, aunque no se ve, lo que nos conlleva a una ausencia física de él. Por tanto habría una consonancia entre presencia/espíritu y ausencia/corporeidad, por ello Mistral aludirá más bien a estados psicológico-espirituales sobre él, más que a caracterizaciones físicas, así se ve en el poema. Cabe considerar que cuando hace referencia a rasgos físicos, éstos están en relación con la naturaleza y que aquello que halla no es en sí mismo Cristo, sino que es la naturaleza como sustitución de Cristo, mostrándonos una imagen aparencial-ilusoria de él:

“Mirando la alameda, de otoño lacerada,
La alameda profunda de vejez amarilla,
Como cuando camino por la hierba segada
Busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.”[10]

            En la siguiente estrofa apercibiremos más bien estados psicológicos, sentimientos tanto de la sujeto como sus apreciaciones sobre lo que siente Cristo, sus pesares y sufrimientos, lo que se condice nuevamente con la naturaleza, inalienablemente:

“Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto
Por la alameda de oro y de rojez yo siento
Un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto
¡Y lo conozco triste, lleno de desaliento!”.[11]

            La estrofa subsiguiente, mantiene aquel estado de desolación, en un tono cada vez más sufriente, donde la estación otoñal, representará lo alicaído y triste, al unísono, la personificación de Cristo estará dada por un ser doliente, al que le caen lágrimas y de mirada mustia:

“Se oye en su corazón un rumor de alameda
De otoño: el desgajarse de la suma tristeza;
Su mirada hacia mí como lágrima rueda
Y esa mirada mustia me inclina la cabeza.”[12]

            Por otra parte, adelantándonos a lo que desarrollaré con posterioridad, que es la visión de la sujeto como profeta, ésta al menos en el poema del Dios triste, es una intercesora, aquella que realiza plegarias, sintiéndose representante del mundo, pues –según ella- de aquí no han surgido, lo que es menester para reivindicar su imagen y absolver su herida, efectivamente ella busca su comprensión, la plegaria, por lo tanto, no será un ruego, sino que una compenetración y alivio hacia el sufrimiento de Cristo:

“Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente,
Plegaria que del polvo del mundo no ha subido:
Padre; nada te pido, pues te miro a la frente
Y eres inmenso, ¡inmenso!, pero te hallas herido.”[13]

            A continuación reseño lo que Marchant ha explicitado sobre la imagen del Dios triste, figura que desentrañará, así se complementará lo hasta aquí expuesto: “[…] El segundo Dios que se nombra es el Dios triste, el Dios Padre de los cristianos; Dios inmenso por la inmensa cantidad de hombres que se determinen por él, existente ahora, pero ahora implícitamente también, siempre, Dios ontológicamente triste, débil, herido, sin aliento y, defecto capital, Dios sin canto, es decir, Dios que no es origen del canto. Tercero, finalmente, en La Cruz de Bistolfi, el nombre de Dios oculto, la Cruz. Cruz que para sentirla no necesitamos saber que la sentimos, que es cierta, como ancha montaña, cuyos brazos nos mecen y su sombra nos baña. Cruz que es nuestro único amor real […]”.[14] Pero el ensayo de Marchant y más aún lo que él señala, lo sintetiza en el siguiente párrafo, reduciendo su pensamiento en una equivalencia entre Dios y madre arcaica: “Ahora bien, si la Cruz es madre y si la Cruz es un árbol y todo árbol, que es madre, es Cruz; si Cristo está en la Cruz, si la Cruz es Cristo (una Cruz desnuda de Cristo, como la Cruz de Bistolfi, es Cristo), entonces, siendo Cruz, siendo árbol, Cristo es madre.”[15] En líneas generales y correlacionadas con la cita precedente, se observan ciertas pretensiones que podemos inferir de la poesía de la Mistral, la que apunta en sí a una sustitución en términos de Marchant de un falogocentrismo, constitutivo de la tradición occidental, acuñado por Derrida, a la divinidad vista como madre.

“Cristo opera en el estrato más profundo del inconsciente no como figura masculina, como Dios-hombre o como un hombre-Dios sino que opera, está inscrito, produce efectos-de-madre opera como madre.”[16] Esto nos lleva al mito de una edad de oro-matriarcal-originaria, una suerte de paraíso perdido dentro de la historia de la humanidad, donde la mujer era la cabeza de la familia, contraponiéndonse al falocentrismo posterior, sobretodo en Occidente: “[…] La acción redentora se consumirá sólo cuando una voz diga y una voz enseñe la verdad –la verdad del reino de las madres que fue destruido y que debe ser restaurado. La poetisa y la maestra serán las figuras femeninas, las verdaderas madres encargadas de terminar la acción que Cristo en la Cruz, permaneciendo en la Cruz no puede terminar.”[17]

            La próxima línea a seguir, es la del análisis de su poemario, centrándome primeramente en uno de los poemas de Lagar, donde iré descifrando a la sujeto como profeta y el proceso de sustitución de la divinidad, a través de marcas textuales –esto, abarcando toda o gran parte de su poética-; el primer poema que escogí es “Volcán Osorno”, aquí si bien no hay un proceso de sustitución de Cristo, encontramos al menos una comparación, donde se compara la imagen de la muerte con la de Cristo, cuya equivalencia está dada en los pasajes bíblicos, donde Dios al haber resucitado, vence a la muerte, por tanto ese “matar”, es con mayor razón un “vencer”, un triunfar por sobre ella:

“Volcán Osorno, pregón de piedra,
Peán que oímos y no oímos,
Quema la vieja desventura.
¡Mata a la muerte como Cristo!”.[18]

            Por otra parte, el consiguiente extracto de su poética que analizaré es Desolación, del cual ya se han aprehendido al menos dos de esta serie de poemas; La Cruz de Bistolfi y El Dios triste. Por ello me centraré en los demás poemas, que no dejan de ser igual de relevantes, el primero será “Nocturno”; este poema es altamente simbólico y alusivo, pues hay continúas referencias a momentum bíblicos y de sustitución, no divina, sino de la sujeto como profeta, que siente los padeceres de Cristo:

“Padre Nuestro que estás en los cielos,
¡Por qué te has olvidado de mí!
Te acordaste del fruto en febrero,
Al llagarse su pulpa rubí.
¡Llevo abierto también mi costado,
Y no quieres mirar hacia mí!”.[19]

            La postrera estrofa, de igual manera es una repetición de pasajes de la Biblia, de carácter y conocimiento popular, lo que nos invita en tanto receptores de su obra, a captar la esencia de aquella sustitución de la divinidad por la de la sujeta-profeta:

“Me vendió el que besó mi mejilla;
Me negó por la túnica ruin.
Yo en mis versos el rostro con sangre,
Como Tú sobre el paño, le di,
Y en mi noche del Huerto, me han sido
Juan cobarde y el Angel hostil.”[20]

            El próximo poema, también perteneciente a Desolación, se denomina “El ruego”, en el que la sujeto se transforma en una pedigüeña, que no hace más que solicitarle por medio de plegarias a Cristo que cumpla los designios de ella, a su vez ella también es una profeta, ya que es nuevamente la intermediaria, ya que por medio de su palabra, logrará vincular el poder divino y su omnipotencia con los problemas mundano-terrenales, específicamente los relacionados con el amor hacia su amado:

“Señor, tú sabes cómo, con encendido brío,
Por los seres extraños mi palabra te invoca.
Vengo ahora a pedirte por uno que era mío,
Mi vaso de frescura, el panal de mi boca.”[21]

            Por otro lado, tendremos no sólo invocaciones en tanto ruegos hacia la divinidad, sino que también habrán ciertas interpelaciones hacia ella, por los martirios pasados y así la sustitución se invierte, vale decir, ya no será divinidad-sujeto profética, sino que la sujeto-profética será sustituida en su sentir por la divinidad, como se aprecia en la siguiente cita:

“Y amor (bien sabes de eso) es amargo ejercicio;
Un mantener los párpados de lágrimas mojados,
Un refrescar de besos las trenzas del cilicio
Conservando, bajo ellas, los ojos extasiados.

El hierro que taladra tiene un gusto frío,
Cuando abre, cual gavillas, las carnes amorosas.
Y la cruz (Tú te acuerdas ¡oh Rey de los judíos!)
Se lleva con blandura, como un gajo de rosas.”[22]

            “Paisajes de la Patagonia”, es otro poema perteneciente a Desolación, aquí también habrán reminiscencias de la sujeto-profeta, pero más que todo habrá un paralelismo entre el paisaje y los estados anímicos de la hablante-sujeto, que de igual modo dará a conocer una visión sobre la madre –rememórese lo adscrito sobre la madre arcaica- simbolizada no sólo literalmente, pues la madre es la noche que la cubre por un lado, “La tierra”, también representa la imagen de la madre, pero de cierto modo infructuosa, es decir, un desapego hacia ella y desde ella. Finalmente “La mar” desde antaño es símbolo de la madre pródiga, de aquella que nos da la vida y subsistencia, perteneciente a diversas tradiciones y a una suerte de inconsciente-arcaico-colectivo:

“La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
Me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
Tiene su noche larga que cual madre me esconde.”[23]

            Aquellas reminiscencias de las que hablaba sobre la sujeto-profeta, se aprecian patentemente en la siguiente cita, donde ella es la escogida, la que “ha venido a la tierra” y que sólo han ido más allá que ella los muertos, sin embargo, ella ha visto atisbos de la divinidad y más aún cuando habla sobre la venida de barcos desde otras tierras, es para referir que están en la tierra de los hombres, mientras que los suyos están en la tierra de los muertos, en comunión con Dios:

“¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
Si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
Crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
Vienen de tierras donde no están los que son míos;
Sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
Y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.”[24]

            La última estrofa del poema es sin duda alguna la más gloriosa y fundamental para comprender la noción de la sujeto-profeta, donde la imagen de la nieve será representante de la divinidad, a guisa de Espíritu Santo, que la cubrirá y la desbordará en éxtasis, lo que es claramente una representación simbólico-mística, que confirma y reafirma a la sujeto como profeta, pues aquel estado es el que a los poetas místicos áureos españoles, por ejemplo, los adjudicó como tales:

“[…] La nieve es el semblante que asoma a mis cristales:
¡Siempre será su albura bajando de los cielos!

Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
De Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
Siempre, como el Destino que ni mengua ni pasa,
Descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.”[25]


[1] El árbol como madre arcaica en la poesía de Gabriela Mistral (1982), Patricio Marchant. Pp. 111.
[2] Íbidem. Pp. 112.
[3] Íbidem. Pp. 113.
[4] Íbidem. Pp. 114.
[5] Íbidem.
[6] Íbidem. Pp.115.
[7] Íbidem. Pp. 118-119.
[8] Íbidem. Pp. 121.
[9] Poesía completas, Gabriela Mistral. De Desolación; La Cruz de Bistolfi.
[10] Íbidem. De Desolación; El Dios triste.
[11] Íbidem.
[12] Íbidem.
[13] Íbidem.
[14] El árbol como madre arcaica en la poesía de Gabriela Mistral (1982), Patricio Marchant. Pp. 121.
[15] Íbidem. Pp. 122.
[16] Íbidem.
[17] Íbidem. Pp. 123.
[18] Poesía completas, Gabriela Mistral. De Lagar; Volcán Osorno. Pp. 492.
[19] Íbidem. De Desolación; Nocturno. Pp. 80.
[20] Íbidem.
[21] Íbidem. De Desolación; El ruego. Pp. 99.
[22] Íbidem. Pp. 100.
[23] Íbidem. De Desolación; Paisajes de la Patagonia. Pp. 123.
[24] Íbidem. Pp. 123-124.
[25] Íbidem.

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