Aquella tarde de
otoño se conocieron, sintieron en su corazón una experiencia que jamás habían
vívido, que los cautivó en una atmósfera propia de ternura y comprensión, ya
que no bastaban más que gestos para entenderse mutuamente, parecía que se
hubiesen conocido desde toda una vida.
Pasaron
incalculables instantes mirándose, detalle a detalle sus rasgos faciales, que
eran perfectos para ambos, ella se veía reflejada en los ojos de él y Francisco
en los de ella. Aquel momento marcaría sus vidas para siempre...
Marisella se acercó
tímidamente hacia él; Francisco contenía su respiración, ambos estaban cada vez
más cerca, Francisco la abraza y ella se ruboriza, pese a ello, se dejó
abrazar. Él la acarició en la mejilla y ella lo miró con los ojos del alma,
besándolo apasionadamente; fueron instantes inmemorables, de aquéllos que se
viven una vez.
Marisella se apartó
de él, Francisco la miró desconcertado. Ella se alejó vertiginosamente hacia la
calle contigua; más aún sin pensarlo dos veces él la siguió, pero Marisella
tomó el primer taxi que pasó, aun así Francisco corrió hasta los límites de la
extenuación por alcanzarla, pero fue en vano, el cansancio lo hizo desistir,
declinando de bruces al suelo como niño desamparado.
Ella estaba
acongojada, triste, melancólica, sollozando como jamás mujer háyase visto en el
mundo. Al descender del auto, se acercó a la puerta principal del claustro,
donde la esperaban para ser consagrada al noble servicio eclesiástico, mas ella
nunca pudo olvidarlo; aquel volar efímero en su lozana plenitud.
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