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La academia.



            
Era un día cotidiano en Santiago de Chile, la gente se levantaba para ir a sus trabajos, daban las 6, 7 y 8 de la madrugada, las personas corrían de un lado hacia otro casi desorbitadas, subían y bajaban escaleras en el metro, se empujaban unas a otras y quedaban finalmente sumergidas en un cansancio general, apretujadas en apenas un metro cuadrado, topándose en ese cubículo con motor que es el metro. Así transcurrían las horas, monótonas rutinas muchas veces, asaltos a la orden del día, continuos gritos, accidentes, explotaciones laborales, sociales y así seguían cada vez más y no paraban, era un circulo vicioso que se prolongaba las 24 horas del día, por los 365 días del año. Sin embargo, la academia, la universidad, eran otra cosa, ahí la vida fluía distendidamente, las horas pasaban más lentas, habían espacios para las conversaciones, estudios y discusiones profundas, se hablaba de política, de cambios sociales, se gestaban ideas innovadoras en torno al conocimiento, se establecían nuevas relaciones, compañerismo, amoríos que se iniciaban en los pastos, en las salas de clases, en los pasillos, el amor invadía todo el campus.

            Se entraba de madrugada y se salía muchas veces en las vísperas de la noche, muchos éramos los que tomábamos esos intensos cafés de máquina para acompañar nuestro estudio, algunos preferían el mate, que hasta cierto punto en nuestra cultura se había incorporado desde nuestros abuelos, claramente, vinculado siempre a la tradición trasandina. Por otro lado, algunos preferían salirse por la tangente de la línea académica y optaban por jugar fútbol, tacataca, incursionar en el canto y la guitarra, otros en cambio, preferían la poesía y buscaban instancias en las cuales poder mostrar su arte y compartirlo, donde se fraguaban los más diversos estilos, decadentismo, romanticismo, postmodernismo, en fin, había poesía y literatura para todos los gustos.

            La vida en la academia siempre me hacía pensar en sus orígenes, en la tumultuosa y batahólica polis ateniense, donde la filosofía tuvo su auge y pasaron las más brillantes mentes de aquellos tiempos, no obstante, era idealizar demasiado, pues si bien se producían discusiones de alto nivel, los tiempos habían cambiado, había que repensar la realidad de nuestro país, entender ese agitado siglo XXI aquí en el fin del mundo. Incluso a veces sentía que se vivían dos mundos paralelos, el de la cultura centrada y guardada en esas extensas bibliotecas, en esas interminables horas de estudio, pero que al salir a la calle, sólo unas cuadras más allá de la academia, te enfrentabas al consumismo, al hedonismo, al absurdo, al decadentismo. Pero dentro de todo, aún guardaba esperanzas de que aquello pudiese cambiar, que la realidad social que se vivía en nuestro tiempo, la pobreza, las desigualdades económicas, la injusticia político-social, la discriminación hacia nuestras propias raíces, acabara de una vez para siempre, pero al parecer aquello seguiría siendo una utopía. Por eso cuando salí aquella tarde de la academia, rumbo a tomar la micro, al ver a esas personas en el paradero, un día antes del año nuevo, pensé –el Apocalipsis no llegará mañana, en el 2012, ni a lo largo de éste, sino que lo estamos viviendo.-

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