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Crucifixión, el calvario de tu partida.

                Caminé a la deriva aquella noche, plazas desoladas de amantes afectos, lo inconcluso se hizo carne en promesas de amores que no volverán. Pensaba en la tarde que habíamos compartido, en los planes futuros, en los viajes a ciudades en los que nuestros ojos se posarían como en una postal en sepia. Te amaba, pero lo nuestro era imposible, la decisión ya había sido tomada. Me senté en el banco en el que tu mano se había entrelazado con mis dedos y centré mi mente en aquel preciso instante de un recuerdo fugaz en que te robé un beso. La pasión que inundó el éxtasis de mi cuerpo electrizaba los latidos de mi corazón, palpitaba a mil por hora, te deseaba mientras mis manos tocaban lo prohibido, aquello era nuestro mayor secreto.

            En una ensoñación me dormí y mis ojos se entreabrieron con los rayos del sol. Vi mi reloj de soslayo, las 6:30 de la madrugada. Estaba nuevamente en mi cama, aquella en la que compartimos tantos encuentros furtivos. Solo recordaba que después que te fuiste lejos en ese viaje del que tal vez nunca te vea regresar, me embriagué como si la vida se me fuese entre licores y vino. La ducha fría purgó mi pecado capital y mi cuerpo magullado de tristeza y desencanto por la distancia infinita que nos separa en ausencia de caricias. Desayuné como quién va de compras al supermercado, por la necesidad imperiosa de sobrevivir un día más con la esperanza de volverte a ver.

            Salí de mi habitación, descendí a paso firme por las escalinatas de mi apartamento sin saber dónde ir. Crucé avenidas, vi rostros oscuros, monótonos como animales rumbo al matadero en el vía crucis. Una mujer atravesó la calle. Furibunda, rabiosa, maltrecha y aterida con su rostro amoratado y una mancha carmesí se entreveía en su costado. Un hombre la alcanzó y la arrastró al interior de la iglesia. Campanadas retumbaron en toda la ciudad, solo yo contemplaba esa escena de espanto. Entré en ese habitáculo sepulcral en que las almas en pena buscan redención. Atestada por una multitud de feligreses, todos los cuales en apostólica postura se persignaban como santos misericordiosos. Retrocedí, mis ojos se enceguecieron por un momento que pareció una eternidad, horrorizado grité despavorido, nadie me oyó.

            La mujer que solo minutos antes había visto ser arrastrada hacia el interior del recinto mortuorio, se encontraba desnuda, magullada y ensangrentada en acto de crucifixión. El hombre que la había arrastrado ante mi mirada atónita, permanecía impertérrito en sotana clerical. Cáliz en mano y en consagración presentaba el cuerpo y sangre de cristo. Me desvanecí y caí rendido a los pies del altar, nadie se inmutó.

            Abrí los ojos, un malestar rodeaba toda mi humana corporeidad. Me sentía morir, lágrimas de agudo dolor recorrían mis mejillas. Me sentía observado y el temor circulaba por la sangre de mis venas. Mi vista mortecina se posó sobre la figura de un hombre agonizante, un charco de sangre se extendía desde el altar, hasta los pies de los impávidos fieles. Sorprendido, incrédulo, lo divisé por última vez, aquel hombre era la imagen de mi muerte. La sangre de mi costado se había vaciado por completo y me descubrí en el último rescoldo de mi existencia, en mis crucificadas carnes femeninas sobre el altar.

            Mis ojos lagrimeaban el sopor de una embriaguez apocalíptica. Vi la hora en el reloj de la habitación, eran las 6:45. Recién despertaba, no había sido más que una atormentada pesadilla por tu aciaga partida, quizás el presagio de que te volvería a ver. Interrumpidos se vieron mis pensamientos, alguien tocaba al timbre de mi apartamento. Me levanté de sopetón y me dirigí al vestíbulo, abrí la puerta y todo se me hizo más claro.

                                                                       José Patricio Chamorro, 20 agosto 2017.

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