A sangre y puño con besos de atardecer clamaba en el firmamento una torrencial lluvia invernal. Nos conocimos como quién se va para no volver, como errar inesperado en el julio de mis recuerdos de infancia. Era tarde, el sol se escondía en el crepúsculo de mis ojos, bajo la sombra de árboles escarchados en la añoranza infinita de las plazoletas donde los amantes furtivos dieron su primer beso. Amores de otro tiempo como fugaces pensamientos en la nostalgia del deseo, en paisajes pictóricos, en acuarelas agrestes y pálidas acariciadas por el terciopelo de tus manos. Las amantes manos que en mis caderas se posaron hasta el arrebatado suspiro de la ingrávida silueta de tu humanidad.
Indecorosa desnudez de un alma aprisionada en los ardorosos brazos de una pasión destemplada. Frágil memoria, ausente de la muerte en el correr de las ciudades a destiempo. Así te amé, así me cautivó la primera vez que tu sonrisa despertó en mí la candidez de un primer amor, éramos dos jóvenes enamorados de la vida y sus cuentos en la poesía de los encuentros amorosos. Tus manos rozaron mi mejilla y en ella el mundo se detuvo y dio un vuelco en 180 grados, me transportó a tierras lejanas, donde las personas se aman libremente, donde los prejuicios sociales no acallan la pasión de los amantes. Esperanza fue la primera palabra que a mi mente llegó, eso eras tú, el amor esperado por décadas de soledad.
Cuando tus labios pronunciaron tu nombre, tu voz se me hizo un deleite para los oídos, tu grácil andar en la vitalidad de tu mocedad veinteañera eran la flor descollante de los aromos florecidos. Sin pensarlo, aproximé mi mano a tu mentón y mis boca entreabrió tus labios y los impúdicos ángeles cerraron sus ojos porque tu piel sonrosada erupcionaba en los latidos de tu volcánico corazón, capaz de crear y destruir los cimientos de un paraíso perdido. Ése eras tú, mi amor sincero de juventud.
José Patricio Chamorro, 17 agosto 2017
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