“Recordé lo que tú decías. Que al pronunciar un nombre, unos hilos invisibles nos unen a la persona que nombramos”.
Contigo a la distancia, Carla Guelfenbein. P. 159.
Me lo repetí tres veces, hasta grabarlo a fuego en la memoria. La primera vez tu nombre me pareció un antojadizo recuerdo de amores del pasado. Mi gran amor de adolescencia llevaba tu nombre. Habían pasado nueve años desde que no experimentaba el mismo sentimiento. La segunda vez fue cuando me esperabas en el terminal de la ciudad que años después nos cobijaría en nuestros romances de juventud. Aquella mañana caí en tus brazos para perderme en ellos y no volver. Ese día comprendí que ya nada sería igual, que nuestras vidas habían tomado un derrotero que entrecruzaría hasta el último de nuestros alientos los insondables caminos del destino. Lo nuestro estaba escrito y ambos sabíamos en la oscuridad de nuestro sentir más oculto, que nos amábamos a la distancia.
La tercera vez fue de improviso. Intempestivamente me sorprendió tu presencia ese día. Grata sorpresa me llevé cuando tus manos rozaron mis hombros y tu voz penetró mis oídos. Te estaba esperando, aguardaba tu estampa que me había cautivado desde la primera vez que te vi y aun sin saber que te volvería a ver me grabé tu nombre a fuego en la memoria.
Hoy, cincuenta años, dos meses y un día desde aquella primera vez, si la vida nos diera una nueva oportunidad, amaría nuestros instantes como aquella primera vez y me perdería en tus brazos para no volver.
Siempre tuyo.
Esa noche el sueño embargó su lecho y la sabia muerte lo aguardaba como la silueta de su amor de juventud a la espera de su llegada.
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