De
acuerdo con la lectura del ensayo “Entre la actitud culta del alumno y las
virtudes del profesor”, escrito por el Doctor en Filosofía por la Universidad
de Navarra, Jorge Peña Vial, se puede señalar que la actitud dialógica del
proceso de enseñanza-aprendizaje y la relación entre alumno y profesor es
clave. En dicha experiencia es fundamental el desarrollo de las virtudes en el
docente como, por ejemplo, la prudencia al tener que conciliar exigencias
contrarias, pero que conducen a los educandos a la propensión de un bien mayor
y de la cual adquieren consciencia de que no constituye arbitrariedad, ni mera
obligación que sea carente de sentido, muy por el contrario, que los conduzca a
una vida mejor.
La
labor docente va más allá de la sola transmisión de conocimientos, sino que más
bien radica en la coherencia en su pensar, sentir y actuar; vale decir, en la
esencia de lo que es como persona y de cómo su persona en sí comunica e irradia
ejemplaridad: “Cuando el profesor deviene maestro, enseña, pero enseña otra
cosa. Su más alta enseñanza no está en lo que dice, sino en lo que no dice, en
lo que hace, y, sobre todo, en lo que es. Es eso lo que realmente comunicamos
porque irradiamos lo que somos y amamos.” (Peña, 292). En sintonía con lo
anterior el docente debe ser capaz de generar un incesante interés en los
estudiantes por escudriñar y descubrir por sí mismos la verdad, no darles un
conocimiento digerido o procesado, sino que más bien, orientarlos a la
consecución de su propia búsqueda y fin: “Seguramente será porque nos
adelantamos a darles respuestas a problemas y preguntas que ellos mismos no se
han planteado. Por ello lo primero que habrá de hacer el docente es saber
suscitar esas grandes preguntas, levantar esas cuestiones, introducir dudas
quemantes y apremiantes, problemáticas que reclamen y exijan sus respuestas”
(Peña, 292).
Retomando la premisa que nos convoca, respecto a los estudiantes es fundamental una actitud culta ante la vida, puesto que les permitirá ir más allá del conocimiento acumulativo y memorístico, trascendiendo en su experiencia, desarrollo intelectual, cultural y moral, más allá de la instrucción, aunque también necesita de ella. Por ende, hay una actitud vital en juego que una máquina jamás podría desarrollar: “La actitud culta presupone y requiere de instrucción, aunque, como veremos, va más allá de ella, trasciende y supera el mero conocimiento de datos y hechos relevantes” (Peña, 294). A saber, se requiere de una actitud ante la vida que transmute el conocimiento y lo haga propio, generando un cambio, una verdadera transformación personal: “Aquellos contenidos lo afectan personalmente, lo remueven y adquieren una personal resonancia en su interior” (Peña, 295). Como consecuencia de lo anterior, los estudiantes al aspirar a una actitud culta y vivenciarla, lo demostrarán de múltiples formas, acorde a sus experiencias personales: “Por ello esos alumnos son capaces de entusiasmarse, de establecer relaciones y aplicaciones novedosas, extraer conclusiones personales y recrear originalmente lo conocido. El alumno con actitud culta sabe establecer relaciones personales inéditas entre los distintos datos de la instrucción” (Peña, 295-296).
Según
lo referido anteriormente es de vital importancia que el profesor sea capaz de
guiar a los estudiantes en la aventura del descubrimiento de sus pasiones; es
por ello que en su rol de guía, el docente debe aprovechar estas instancias de
actitud culta de los estudiantes en tales o cuales asignaturas, según sean de
su agrado personal y predilección, para que así ellos se encuentren más
próximos en el camino a su vocación: “Sin embargo, esa actitud culta en una
área o asignatura particular, es una pista privilegiada para poder discernir la
futura vocación profesional” (Peña, 296).
Sin
lugar a duda es primordial despertar en los estudiantes una actitud culta, frente a la tan
acostumbrada actitud instruida en indagar en los espacios insondables de la
vida humana misma; es decir, privilegiar la calidad de lo aprendido,
aprehenderlo y hacerlo parte de su vida como experiencia significativa,
internalizarlo, que le permita un cambio en su consciencia interior, asimilarlo
hasta hacerse uno con ese aprendizaje, traspasando las barreras del tiempo y el
espacio e ir más allá de lo ignoto y la mera resolución de problemas: “Hemos
abundado en estos pares de conceptos (cantidad-cualidad, externo-interno,
impersonal-personal, tener-ser, apropiación-asimilación, amplitud-profundidad,
problema-misterio) para delimitar lo que entendemos por actitud culta
contrastándola con lo que hemos llamado actitud instruida” (Peña, 297).
Refiriéndonos
una vez más al rol del docente y el papel que juegan las virtudes en su vida,
pareciera según el autor que empapan o debiesen imbuir tanto a su vida pública
como privada como a modo de exigencia social per se, a diferencia de
otras profesiones: “Debemos ser justos: constantemente evaluamos, premiamos y
castigamos, alabamos y exhortamos, juzgamos; un profesor debe ser prudente,
debe medir los efectos de sus medidas y disposiciones, no sólo los fines
directamente perseguidos sino también los efectos secundarios y perversos que
puedan derivarse de su acción” (Peña, 299). A su vez la paciencia y serenidad
también se constituyen en una condición indispensable en nuestra labor diaria.
Todas ellas virtudes esperadas y demandadas por la sociedad, que debemos ser
capaces de encarnar y representar con la más perfecta y absoluta ejemplaridad.
Es en este punto donde el autor realiza un punto de inflexión y logra insuflar
nuestro rol, puesto que son precisamente aquellas virtudes las que inspiran a
los estudiantes a alcanzar una actitud culta ante la vida: “Por eso no es una
mera generalización decir que la clave de la autoridad y del ascendiente que el
profesor tiene sobre sus alumnos radica en esas virtudes encarnadas que se
irradian desde una presencia concreta, singular, viviente y cercana” (Peña,
299-300).
Una
conclusión de suma relevancia que plantea el texto es cuando tanto docentes
como alumnos vivencian la alegría, pues esta es consecuencia de las virtudes:
“La alegría es el fruto de las virtudes, la consecuencia del ejercicio de todas
las virtudes. Tomás de Aquino la llamaba el acto de las virtudes” (Peña, 301).
Se debe propiciar llegar a ella, a través, por ejemplo, de las acciones que a
diario realizamos los docentes en el aula y que, de uno u otro modo, más
temprano que tarde rendirán sus frutos en nuestros estudiantes y, por
consiguiente, en la sociedad que los verá crecer y desarrollarse como
ciudadanos del mañana.
En
síntesis, la invitación como docentes en nuestras aulas es vivir la armonía de
los contrarios, en otras palabras, ganarnos el favor de los estudiantes o su
consentimiento en lo que es obligación; en estricto rigor convertirnos en una
autoridad frente a ellos de forma constante y silenciosa: “Y se obtiene este
consentimiento mostrando a los alumnos, sin necesidad de decirlo abiertamente,
sino por determinada manera de ser y hacer, que las exigencias que el profesor
impone, las pautas de su actuación didáctica, obedecen a las aspiraciones más
profundas de ellos mismos” (Peña, 304).
En
suma como profesores, si bien debemos aspirar a construir e inculcar los
pilares fundamentales de la enseñanza, debemos aprender a priorizar lo esencial
en nuestras salas de clases y en la forma en que impartimos nuestras
asignaturas, sin olvidar que nuestro foco es la formación de personas íntegras
en virtudes, más allá del conocimiento técnico e instruccional en alumnos que
por predisposición cuasi natural, pero aun guiada por nuestro
desarrollo, así como autosuperación profesional y personal, encuentren un
camino de inspiración a ser mejores: “Más importante que los conocimientos son
las destrezas conquistadas pues esto posibilita un progreso autónomo por parte
del alumno. Pero las actitudes radicales, la transmisión de un espíritu y de
unos ideales —ante la vida, el trabajo, la sociedad, los demás, etc.— son aun
más importantes pues constituyen el marco y el criterio que les permitirá usar
en el futuro de esas destrezas y conocimientos” (Peña, 305).
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