En las lejanas costas del fin del mundo, en aquel océano que algunos denominaron Pacífico, el que sin lugar a dudas es el único de tan maravillosos horizontes, yacía el pueblo de los Aonikenk. Aquellas bandas cazadoras recolectoras, nómades, de hombres osados y mujeres fervorosas, que recorrían las llanuras patagónicas y costas del estrecho de Magallanes en sus rudimentos cotidianos de subsistencia; cazando Guanacos o Ñandúes, para lo que empleaban técnicas de cercado, inherentes a aquel conglomerado y asemejable a estratagemas de esfinges de Egypto. En plena captura uno de aquellos individuos divisó varios seres que poseían atuendos magistrales, distintos a cualquier otro que ellos hayan oteado con anterioridad, los que parecían forjados por dioses, pero lo que más les causó perplejidad, era que estos seres estaban constituidos por rasgos de humano y de bestia. No obstante, tras haber ocasionado tal anonadamiento, lo entes antropomorfos aprovecharon tal situació
El monte parnaso es el olimpo de los simbolistas No soy iconoclasta ni falso adorador de egolatrías Enamórate de la soleada claridad del día Invierte el tiempo, traspasa generaciones Sumérgete en la torre de marfil, lee, escucha y escribe lo que ves No te calles, lo peor que puedes hacer es silenciarte Tan sólo entra y serás bienvenido en mi torre de marfil No preguntes por mi nombre, ya lo sabrás de antemano Sólo sé tú, sigue tu camino y me encontrarás, si me estás buscando.