En las lejanas costas del fin del mundo, en aquel océano que algunos denominaron Pacífico, el que sin lugar a dudas es el único de tan maravillosos horizontes, yacía el pueblo de los Aonikenk. Aquellas bandas cazadoras recolectoras, nómades, de hombres osados y mujeres fervorosas, que recorrían las llanuras patagónicas y costas del estrecho de Magallanes en sus rudimentos cotidianos de subsistencia; cazando Guanacos o Ñandúes, para lo que empleaban técnicas de cercado, inherentes a aquel conglomerado y asemejable a estratagemas de esfinges de Egypto.
En plena captura uno de aquellos individuos divisó varios seres que poseían atuendos magistrales, distintos a cualquier otro que ellos hayan oteado con anterioridad, los que parecían forjados por dioses, pero lo que más les causó perplejidad, era que estos seres estaban constituidos por rasgos de humano y de bestia. No obstante, tras haber ocasionado tal anonadamiento, lo entes antropomorfos aprovecharon tal situación y se acercaron cada vez más a los Aonikenk. Estos últimos, sin saber qué hacer, se vieron embargados por sentimientos de temor e incertidumbre, pese a ello, estaban impasibles y preparados para cualquier eventualidad. Fue en ese preciso instante, cuando uno de los hombres tomó la decisión acertada de avisar a su poblado de lo que acontecía, divergiendo de sus pares.
En plena captura uno de aquellos individuos divisó varios seres que poseían atuendos magistrales, distintos a cualquier otro que ellos hayan oteado con anterioridad, los que parecían forjados por dioses, pero lo que más les causó perplejidad, era que estos seres estaban constituidos por rasgos de humano y de bestia. No obstante, tras haber ocasionado tal anonadamiento, lo entes antropomorfos aprovecharon tal situación y se acercaron cada vez más a los Aonikenk. Estos últimos, sin saber qué hacer, se vieron embargados por sentimientos de temor e incertidumbre, pese a ello, estaban impasibles y preparados para cualquier eventualidad. Fue en ese preciso instante, cuando uno de los hombres tomó la decisión acertada de avisar a su poblado de lo que acontecía, divergiendo de sus pares.
Mientras aquel hombre se encaminaba a su aldea, los antropomorfos se acercaban cada vez más, hasta que finalmente arribaron a escasa distancia de los Aonikenk. Los seres que tenían forma de bestia, sacaron de sí grandes instrumentos, nunca antes atisbado por algún Aonikenk; con los que empezaron a beligerar contra aquellos nómadas, estos postreros se defendían con sus arcos, flechas y boleadoras, aun así no podían vencer a aquellos seres. En plena pugna, empezaron a llegar las mujeres, niños y ancianos, los que poco a poco, fueron formando un aglomeramiento en los alrededores. Conforme a lo que veían, los más ancianos interpretaban aquel suceso, como un escarmiento enviado por el dios Kooch. Por lo que estaban asustados en demasía, transidos y no entendían por qué Kooch los había castigado así, fue en ese momento cuando uno de estos seres cayó de bruces al suelo, disgregándose en dos, quedando una parte de él muy semejante a un humano, puesto que con los atuendos no lo parecía y otro como bestia. Fue así cuando descubrieron que no eran inmortales, lo que les dio fortaleza y brío a los Aonikenk, que con insuperable destreza y ahínco, no cesaron su ataque hasta que los enemigos cayeron derrotados. Finalmente tras caer abatidos varios de estos seres, los que aún quedaban con vida, decidieron huir y no volver jamás. Alejándose para siempre de aquellos territorios de inigualables parajes místicos.
Los Aonikenk creyeron que Arrok (dios de los mares), había intervenido para que esos humanos no volvieran a sus territorios, por ende, constantemente le rendían culto.
Hola José Patricio, gracias por tu comentario en mi blog y por invitarme a visitar el tuyo. No dejes de escribir.
ResponderEliminarAdela