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Las tres Marías.


 
Todos en algún momento de nuestras vidas hemos ido por una calle curiosa, de aquellas que en sus intersticios reservan espacios para los vendedores ambulantes, el ciego limosnero que, paradójicamente, no nos vende limones, sino que con su voz potente, grave y honda nos suplica casi evangélicamente por unas monedas, ante lo que a cambio nos ofrece enérgicas y retumbantes canciones, que motivan a que la gente que circunda por los alrededores se aproxime a oír en más de una ocasión, aquellos desarmonizados cantos, que alejan a los pájaros, pero que atraen a los niños y a aquel transeúnte que tenga una cuota adicional de tiempo y que no vaya a un trote incesante rumbo a su rutinario trabajo, tan típico de aquellos que viven pensando en el qué no haría si tuviese otro día a día.

Justamente uno de aquellos tipejos particulares, que a menudo piensan en el estrés que les genera un estilo de vivir tan poco dado al esparcimiento y al compartir con otros, salvo en aquellas circunstancias donde el intercambio común de palabras sólo se produce para pedir un café o pastel en la cafetería más cercana o el susurrante permiso de alguien que ha quedado atrapado en el metro o en la micro, sin poder descender de ella, escuchando un claustrofóbico “estimado pasajero comienza el cierre de puertas” y aquella anciana o aquel personajillo protagonista de nuestro relato, ha quedado encerrado en una atosigante lata de sardinas.

Nuestro personajillo tiene por nombre Pedro, no porque resguarde las puertas del cielo, ni porque haya negado tres veces a cristo, menos aún por las tres constelaciones del cielo que conforman la triada mariana, sino simple y llanamente porque sus padres gustaron de llamarle Pedro. Sin embargo, llámese coincidencia o azares de la vida, cuestión que nuestro personajillo no creía, sino más bien que él pensaba en el determinismo del destino dentro de sus cuestionamientos cotidianos y, por ello los tres acontecimientos sucesivos que contaré a continuación, le parecieron los más normales y usuales del mundo.

Pedro, al bajarse del metro y luego de transitar maquinalmente por el andén se detuvo un momento a observar la vitrina de anuncios, para ver si es que había algo que le interesara. Fue en ese preciso instante, que sintió levemente un roce en el bolsillo de su pantalón, lo cual le extraño en demasía, sin embargo, dada la invasión batahólica de personas que se dirigían rumbo a la salida, lo repensó y se convenció de que en sitios como ése era inevitable andar estrellándose con la gente. Con esos pensamientos y luego de observar detenidamente la cartelera de cine sobre películas que le llamaban la atención, miró rápidamente su muñera, dio un suspiro, contempló su alrededor, revisó sus bolsillos, donde breves segundos antes había sentido una imperceptible fricción y se apresuró a la zaga de un singular personajillo.

Corrió dentro de lo que sus fuerzas le permitían, lo más raudamente que pudo, manteniéndose a paso firme y agudizando su visión a un extremo similar de la que tendría un ave de rapiña frente a su presa, así fue que a veinte metros de distancia se encontraba, cuando la inolvidable y noble anciana que en aquel momento debió encontrarse en otro lugar se atravesó en su camino y ambos se parapetaron rumbo al subsuelo. No obstante, ella tuvo más suerte, si así se quiere, ya que delante de Magdalena, pues ése era su nombre, se encontraba una admirable y esbelta joven, cuyo simpático apelativo que por costumbre le ponían sus clientes, era el de Salomé. Efectivamente, al caer Pedro y Magdalena a la subterra o al infierno del metro, nuestra distinguidísima amiga sostuvo a la que podría haber sido su madre, sin que ésta sufriese el más mínimo rasguño. Pero Pedro, en medio de las ultrajantes risas y maliciosos comentarios, luego de su odiseica aventura a las profundidades del abismo, se puso dignamente en pie, aunque no se podría decir qué le causaba más pesar, su estado deplorable y sus articulaciones medio doloridas o la pérdida monetaria de la cual era consciente al no atisbar ya al singular hombrecillo.

Ya hemos referido que en la vida de Pedro, por los azares del destino, se le han cruzado interesantes personajes, pero de este último, que de profesión era ladrón, graduado en la más pura y académica escuela, que es la calle, no hemos hecho ni el más ligero ápice de descripción. Pues bien, era un hombre alto, de complexión fornida, cuya melena negra le llegaba hasta sus hombros, generándole una apariencia casi mesiánica. Sé qué están cavilando, queridos lectores u oidores, ¿cómo un ladrón puede ser un Mesías?, pues créanme o no, lo era. Posterior a la victoriosa escapatoria que tuvo del metro, se alejó por una tumultuosa calle, cuando a sus oídos llegó una retumbante canción, que caló tan hondo en su interior que le hizo detenerse por una fracción de segundo y varió la dirección en la cual iba. Al encontrarse frente a aquel sujeto que tal como Lázaro, predicaba con su voz, sintió una gran conmoción y toda su vida se le vino a su mente en centésimas de segundo y sin pensárselo arrojó la billetera que tenía en sus manos sobre el tarro que estaba a un costado del ciego, pero se llevó el reloj y como si nada siguió su camino.

Por otro lado, Pedro, alicaído, consiguió salir de la estación de metro y cuando estaba irremediablemente resignado por la eminente pérdida que había tenido aquel día, oyó una voz que le inspiró, que de cierto modo le alegró, incluso más de lo que en ese entonces consideró. Cabizbajo se aproximó y de reojo miró al hombre que cantaba con gran entonación y se percató de su ceguera, lo cual le causó mucha pena, hasta tal punto, que él siendo de vocación médico quiso ayudarlo. Algunos creen en dios, otros creen en el destino, otros simplemente no creen en nada, pero en ese instante los ojos le brillaron de la impresión al observar la billetera que ya daba por desaparecida y sin dudarlo dijo: hombre, deja de cantar y acompáñame, hoy ambos andamos de suerte, te tengo que ayudar.

Finalmente nuestro ciego, que ya no lo es, se curó y aquel desilusionado y conformista médico que vivía una rutinaria vida en este caótico mundo, creyó en algo que se asemejaba a Dios y conoció a la que podría ser su más apasionado amor. Efectivamente, Betania, la hija del limosnero era de una belleza sin igual, que a primera vista lo cautivó. Pero aquella es otra historia, mas por hoy creamos en el destino.

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